Exposiciones, libros, saraos y discursos vienen conmemorando en Zaragoza el XXV aniversario del primer ayuntamiento democrático (tras el franquismo, se entiende).

¿Hay mucho que celebrar en la capital de Aragón y del Ebro? Hombre, a simple ojo de buen cubero se ve que la ciudad ha cambiado mucho en este cuarto de siglo. Ha crecido, se ha dotado de nuevos espacios, nuevos servicios, nuevas infraestructuras y alguna que otra mamarrachada. En el 79 Zaragoza era ya una urbe marcada por un urbanismo infame, una piqueta desaforada y una cultura oficial hortera y fascistoide. Ahora, verdaderamente, es otra cosa; aunque no lo que soñábamos algunos veinticinco años atrás, cuando don Ramón Sainz de Varanda se encaramó a la alcaldía sobre los votos de la izquierda.

Se han sucedido los gobiernos municipales. Se han hecho cosas; algunas buenas, otras regulares y no pocas lamentables. El gran problema es que en estos cinco lustros aquí se ha hablado más de los vicios privados (verdaderos o inventados) de los alcaldes que de sus virtudes públicas. Ni uno sólo de los regidores habidos ha encarnado el liderazgo y la pasión por su ciudad que exhibieron y exhiben políticos locales tan genuinos como el coruñés Vázquez, la valenciana Barberá o el tándem barcelonés Maragall&Clos. En paralelo, Zaragoza ha carecido y carece de un proyecto estratégico que la determine urbanística y culturalmente; un proyecto como el que está renovando admirablemente Bilbao o como el que ha hecho de Córdoba un paradigma del municipalismo progresista.

Durante veinticinco años la ciudad ha estado bailando al son que tocaban los intereses inmobiliarios. Y hoy un alcalde socialista, también aupado al cargo sobre los votos de la izquierda, busca de nuevo la forma de enmendarle la plana al aparato de su propio partido. Tal y como hizo en su día el recordado Sainz de Varanda con la ayuda de aquel señor llamado Luis Roldán. ¡Qué tiempos!