La cefalea en racimos es una de las cefaleas más terribles que existen. No en vano, algunos la conocen como “la cefalea del suicidio”, denominación que, de forma sumamente certera, transmite lo que puede llegar a representar para los pacientes que la padecen. Por fortuna, es una dolencia infrecuente, que afecta aproximadamente a una persona entre cada 1.000-1.500 habitantes, a gran distancia epidemiológica de la migraña, que como seguramente saben tiene una incidencia del 13 por ciento en nuestro medio.

En la clasificación de la International Headache Society (IHS) la cefalea en racimos se encuentra encuadrada, al igual que la migraña o la cefalea tipo tensión, en el epígrafe de las “cefaleas primarias”, esto es, aquellas que no son debidas a la presencia de una lesión intracraneal, sino que son, en sí mismas, la enfermedad del paciente. Sus peculiaridades clínicas hacen de ellas el paradigma de las “cefaleas trigémino-autonómicas”, entidades nosológicas que comparten la coexistencia de dolor, la cefalea propiamente dicha, con una serie de síntomas/signos indicativos de una disfunción del sistema nervioso autónomo restringidos todos ellos al territorio dependiente de la primera rama del trigémino, esto es, el ojo, la región frontal y la sien del mismo lado.