La ciencia aún se afana por descubrir cuáles son los motivos que nos llevan a enamorarnos de una u otra persona. Nada se sabe sobre qué mecanismos hacen clic en nuestro cerebro para entender que “esa” es la relación que marcará nuestra vida.

De momento se entretiene la ciencia analizando cómo evolucionan las relaciones a través de las hormonas que se segregan cuando nos enamoramos. Hormonas que se ponen en marcha desde el momento exacto en que nos enamoramos.

Un acto, por cierto, que puede llegar a durar menos de un segundo.

Nuestro cerebro activa entonces hasta doce áreas que tienen una reacción química en forma de adrenalina, dopamina, serotonina, oxitocina y vasopresina. Se acelera nuestro ritmo cardiaco, se encoje el estómago, vuelan las mariposas... el organismo se pone en marcha por culpa de los sentimientos, y evoluciona su reacción a medida que éstos evolucionan.

Las etapas (científicas) del amor

Todo en esta vida tiene un ciclo. Lo tiene la propia vida y lo tiene también el amor. La ciencia marca las fases del amor en función de lo que segrega nuestro cerebro.

La Doctora Helen Fisher, antropóloga y bióloga americana, investigadora del comportamiento humano en la Universidad Rutgers, en Nueva Jersey, ha sido capaz de analizar y definir cómo funciona a nivel químico el amor.

Distingue en concreto tres etapas diferentes.

Una primera etapa después de ese medio segundo de flechazo, que podríamos definir como Atracción Sexual, y que activa el circuito de la excitación. La fuerza autónoma que promueve una pulsión inicial que tiene como único objetivo satisfacer el deseo erótico.

Ésta tiene lugar en el hipotálamo. Allí se produce una regulación de la testosterona además de una liberación de sustancias, por parte de nuestro cerebro, en la que se ven implicadas, además de las sexuales, la adrenalina y la noradrenalina.

El corazón aumenta su ritmo, se liberan grasas y azúcares capaces de aumentar la capacidad muscular y crece la presión arterial produciendo un aumento del número de glóbulos rojos. Y todo en cuestión de segundos.

Esta fase acaba por revelar en el enamorado sensaciones de bienestar, optimismo e ilusión, que acabarían desembocando, con el paso del tiempo, en una segunda fase conocida como la del enamoramiento.

Aunque hay áreas neuronales que entran en acción tanto en la primera como en la segunda fase, no lo hacen de la misma manera ya que, según la Doctora Helen Fisher, “el enamoramiento se focaliza en una sola persona, mientras que la lujuria puede dispersarse en varias”.

Este momento va mucho más allá de la plena necesidad de satisfacer el deseo sexual.

En ese segundo momento del amor, que dura entre 18 meses y hasta cuatro años, el ser humano y su organismo se centran en conseguir un “emparejamiento pasional” que acaba desembocando, si se lleva a buen puerto, en una estabilización de la unión de la pareja.

Este proceso se inicia en la corteza cerebral y pasa por las neuronas para acabar en el sistema endocrino donde se producen intensas respuestas fisiológicas. Lo de las mariposas.

Nuestro cerebro va liberando durante el proceso feniletilamina, norepinefrina, serotonina y feromonas.

La investigación llevada a cabo por la Doctora Fisher ha podido demostrar como “cuando se han presentado imágenes del amado en esa etapa romántica, la resonancia magnética realizada demuestra cómo se ponen en funcionamiento aquellos receptores que liberan dopamina en grandes cantidades, activándose varias regiones de su cerebro”.

A medida que nos enamoramos, el cerebro se inunda de feniletilamina, empezamos a secretar dopamina, norepinefrina y serotonina que acaban provocando, según la doctora, “una borrachera de amor”.

La ciencia marca aquí la diferencia con lo que hemos pensado siempre sobre la importancia del corazón en el enamoramiento: Ese amor romántico pertenece al cerebro.

El amor romántico ¿es para siempre?

En la tercera fase de la relación, en la que los expertos definen como “amor romántico”, el ser humano se enfrenta a la disyuntiva de considerar que el amor se está muriendo o apelar por la madurez sentimental y establecer nuevas rutas emocionales.

El motivo por el que nos plantamos ante la necesidad de escoger entre una u otra es que la evolución del enamoramiento y la entrada en esta tercera fase también tiene una base científica.

Nuestro cuerpo deja de poder asumir la absorción de cantidades ingentes de dopamina y norepinefrina, que provocan las emociones de las primeras fases, y con ello decae la intensidad de nuestras reacciones bioquímicas.

Se calma nuestra euforia, la obsesión por estar cerca e incluso esa ansiedad que se genera en la fase dos, y se sustituye por otras reacciones como la comodidad, la adaptación y la seguridad, perdiendo peso la irracionalidad y esa ceguera inicial con la que actuamos.

Las relaciones y el amor son dinámicos, y con ellos sus vínculos, por lo que esa evolución modifica las rutas neuronales de nuestro cerebro e incluso crea nuevas. Pero no es inmediato. Debe dársele un tiempo para que lo ejecute. Y es en ese momento cuando la disyuntiva nos obliga a escoger.

Esas nuevas conexiones que se establecen en nuestro cerebro, aun siendo más suaves, son más profundas y beneficiosas para nuestra salud.

Las estructuras cerebrales del sistema de recompensa y el centro del placer de la saciedad son las que se encargan de gestionar esta etapa, al tiempo que se regulan a través de la oxitocina.

Esta sustancia bioquímica es definida por muchos como la molécula del amor ya que es la que más fuerza tiene en esta atapa de amor maduro. Aquí también juegan un papel importante las endorfinas y la vasopresina.

Una fase que puede llegar a partir de los dos años de la relación y acabar durando toda una vida.

La ciencia acaba por desmentir, en este caso, a la literatura contraviniendo eso de que “El amor dura tres años”. Para la Doctora Fisher, concretamente, “el amor dura cuatro años”. Pero se refiere a la fase anterior.