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El pasado año 2020 fue un desastre sin paliativos. Resultó ser, con mucho, el año con más muertes en España desde que existen registros. De una u otra forma la Covid-19 terminó matando a unas 83.000 personas.

Por suerte tenemos vacunas. Tras unos meses tan difíciles, a finales de año se desató la euforia generalizada ante las noticias que llegaban desde Pfizer y Moderna. Incluso las bolsas respondieron con una espectacular subida. Creímos que lo peor había pasado y que pronto derrotaríamos al virus.

Afrontamos las Navidades con escasa prudencia.

El resultado es que ahora las cifras de infectados baten todos los récords “conocidos” desde que empezó la pandemia. La tercera ola de la Covid-19 nos arrasa con los hospitales y las UCIs todavía ocupados por los enfermos de la segunda. En 8 o 10 días podemos llegar a un colapso sanitario comparable al que vivimos al principio de la pandemia. La transmisión está descontrolada y no se puede seguir el rastro a los contagios.

Las cosas se han hecho tan mal que España es otra vez uno de los países del mundo con mayor probabilidad de morir por Covid-19.

¿Anticipa esto que aún podríamos perder la guerra contra el coronavirus?

La vacuna es nuestra gran esperanza. En un esfuerzo científico descomunal conseguimos desarrollar vacunas eficaces en poco menos de un año. Sus primeros resultados no pueden ser mejores. En Israel, el país del mundo que más porcentaje de su población ha vacunado, ya desde la primera dosis se observa una disminución de los contagios entre los vacunados cercana al 50%. Las perspectivas no pueden ser mejores.

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¿Ya lo tenemos todo resuelto?

La clave está en el mecanismo que el SARS-CoV-2 tiene para adaptarse rápido a las mejoras que conseguimos en las estrategias epidemiológicas o con las vacunas. Es un mecanismo que solo depende de la suerte y por tal motivo resulta impredecible.

No es que el coronavirus decida mutar para librarse de las vacunas o para ser más infeccioso. Tampoco las bacterias deciden mutar para hacerse resistentes a los antibióticos.

Los nuevos mutantes aparecen por errores durante la replicación del material genético. Estos errores ocurren por azar y de forma recurrente (pasan una y otra vez). Aunque parezca sorprendente los mutantes aparecen por casualidad, en cualquier momento, y casi siempre antes de que sirvan para algo. Como era de esperar, la gran mayoría de los mutantes funcionan mucho peor (para ellos) que el original. Pero las poblaciones de los virus (y en general las de cualquier microorganismo) suelen ser enormes y de vez en cuando aparecen mutantes que, por pura suerte, sirven para algo.

Salvador Luria y Max Delbrück descubrieron esto con un experimento que les valió el premio Nobel y que está considerado por muchos expertos como el experimento científico mejor diseñado de la historia.

Durante los últimos 20 años, nuestro grupo de investigación ha estudiado la aparición de mutantes en diversas especies de microorganismos. Aislamos microbios en los lugares más prístinos de la Tierra, desde remotos oasis en el Sahara a charcas perdidas en el medio de la Patagonia austral. Estos microorganismos nunca habían estado en contacto con contaminantes industriales modernos. Sin embargo, en sus poblaciones ya había mutantes que los hacían resistentes a los herbicidas y pesticidas más recientes (como el glifosato, el DCMU, la simazina, el lindano) o a antibióticos (como el cloranfenicol) que apenas se han usado y se guardan como reserva para luchar contra organismos resistentes.

En esos ambientes tan prístinos incluso encontramos microorganismos que por casualidad ya son resistentes a los agresivos militares de guerra química o a radio-isótopos de la industria nuclear que nunca se liberaron en la naturaleza.

La mutación al azar fue capaz de conseguir logros tan asombrosos simplemente por casualidad.

Las bacterias resistentes a los antibióticos son otro buen ejemplo del efecto que consiguen las mutaciones. Aunque la Covid-19 ha puesto de moda la amenaza de los virus, algunos científicos estiman que es probable que uno de cada cuatro lectores de este artículo acabe muriendo por una enfermedad infecciosa producida por una bacteria multi-resistente a los antibióticos. En su origen todas las resistencias a los antibióticos ocurren por mutaciones al azar que casi siempre aparecen antes de que se empiece a utilizar el antibiótico. Por azar las bacterias tienen muchas posibilidades de ganarnos.

La clave de que los microorganismos tengan éxito jugando al azar está en que sus poblaciones tienen un tamaño enorme.

Imaginemos a 100 millones de personas infectadas por Covid-19 en el mundo. Cada infectado produce unos 2.000 billones de nuevos coronavirus. De esta manera la población de SARS-CoV-2 podría tener 186.000.000.000.000.000.000.000 (ciento ochenta y seis mil trillones). Se sabe que al menos uno de cada 10.000 coronavirus sufre una mutación. Así podrían haber ocurrido 18.600.000.000.000.000.000 (dieciocho trillones seiscientos mil) nuevas mutaciones en las poblaciones del SARS-CoV-2. Cuando se juega a la lotería con tantos números es más fácil que te toque el gordo.

Así, entre tantos mutantes el SARS-CoV-2 ya nos ha dado algunas sorpresas. La cepa inglesa B1.1.7, que tan rápidamente se está extendiendo por el mundo en estos días, porque es alrededor de un 50% más eficaz a la hora de infectar, acumula 23 mutaciones diferentes. De ellas 17 mutaciones aparecieron en esa cepa por primera vez. La probabilidad de que ocurra esto es bajísima. Pero jugando con ciento ochenta y seis mil trillones de boletos puede tocar. Esas mutaciones aparecieron por azar, pero consiguieron que la cepa B1.1.7 sea significativamente más infecciosa que las anteriores y menos susceptible a la vacuna.

Tenemos un as en la manga

Nuestro as en la manga es que la mayoría de las vacunas contra el coronavirus están diseñadas para que nuestro cuerpo produzca anticuerpos contra la proteína S de la espícula del coronavirus. Y para que un virus consiga ser resistente a la vacuna, la mutación tendría que cambiar significativamente la configuración de la espícula, lo que necesitaría que ocurriesen a la vez muchas mutaciones diferentes.

Y aunque es teóricamente posible que ocurra, el virus mutante tendría que ser capaz de seguir siendo infectante a pesar de tener una espícula tan cambiada por las mutaciones. Y eso no es tan fácil que se produzca.

Pero el virus tiene otro

Pero el virus también tiene su propio as en la manga. La genética de poblaciones demuestra que en una población tan grande como la del SARS-CoV-2, aunque ocurran muchísimas mutaciones, solo las que son muchísimo más eficaces van a ser capaces de alcanzar rápidamente un número elevado en la población. Es el caso de las nuevas cepas británica, sudafricana y brasileña. Seguramente aún veremos aparecer nuevas cepas todavía más infecciosas.

La pregunta del millón es si el coronavirus será capaz de conseguir nuevos mutantes resistentes a la vacuna tal y como lo hace, por ejemplo, el virus de la gripe. Cada año tenemos que fabricar nuevas vacunas para la gripe, porque surgen nuevas cepas mutantes frente a las cuales la vacuna del año anterior no es eficaz. Incluso así nunca hemos conseguido tener una vacuna de gran eficacia frente a la gripe, y la gripe mata a muchas personas al año.

Con el SARS-CoV-2 podría ocurrir algo parecido. Si aparecen cepas resistentes a la vacuna siempre nos queda el recurso de ir actualizándola periódicamente. Pero sería una mala noticia porque el SARS-CoV-2 es bastante más letal que el virus de la gripe y mucho más contagioso.

Recordemos que este año prácticamente no ha habido gripe. Las precauciones que tomamos contra el SARS-CoV-2 (mascarillas, distanciamiento, higiene...) han conseguido frenarla drásticamente. Sin embargo, esas precauciones no han logrado evitar los grandes niveles de contagio de la Covid-19.

De momento no sabemos si en la población de SARS-CoV-2 la mutación ya produjo cepas resistentes a las vacunas. Pronto lo averiguaremos.

Es la espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas.