La crisis del coronavirus me ha hecho viajar en el tiempo y en el espacio. Desde mi casa en Madrid mi mente vuelve a Haití, al país devastado primero por un terremoto en 2010 y, después, por un brote de cólera que duró casi nueve años y dejó cerca de 10.000 personas fallecidas. Conocí el drama de esa epidemia y en estos días reflexiono sobre las similitudes y diferencias con la pandemia que estamos viviendo globalmente, con más de 33.000 víctimas mortales, cerca de 24.000 en Europa.

Mi nombre es Vicente Raimundo y soy director de programas en España de Save the Children. Estos días trabajo de forma frenética desde mi casa para adaptar nuestra intervención en España a la emergencia social y económica que la crisis sanitaria del Covid-19 está dejando tras de sí.

Nuestros equipos en Madrid, Sevilla, Barcelona, Bilbao, Valencia hemos tenido que cambiar el chip y pensar que, por primera vez, tenemos la emergencia en casa y es necesario poner todos nuestros conocimientos en captación de fondos, logística, diseño de programas, etc… para atender a quienes tenemos más cerca.

Hemos preparado un plan urgente para llevar dispositivos electrónicos y conexión a internet a los hogares con menos recursos y que así los niños y niñas puedan seguir estudiando durante el confinamiento. También les distribuimos ayuda alimentaria, pues muchos de ellos ya tenían dificultades antes de esta crisis para recibir una alimentación saludable y nutritiva debido a la falta de ingresos de sus familias, ingresos que han desaparecido porque sus padres y madres han perdido el empleo debido al cese de la actividad empresarial. Además, les ofrecemos apoyo educativo, psicológico, pautas de crianza…

En definitiva, un paquete de ayudas para llegar a donde las administraciones públicas no podrán. Porque en países como España tenemos un estado del bienestar y un sistema sanitario fuertes, pero la magnitud de la emergencia nos ha desbordado.

A su vez, en Save the Children nos estamos preparando también para combatir el coronavirus en países con sistemas de salud muy frágiles. Pensemos en África subsahariana, la región del planeta con menor número de profesionales de la salud: allí solo hay dos médicos por cada 10.000 habitantes. O pensemos en la franja de Gaza, Siria o Yemen, cuyos sistemas de salud se han visto diezmados por los conflictos. Los recursos sanitarios de que disponen no son suficientes para responder a las necesidades actuales, y mucho menos a una pandemia global. Para mayor desastre, el virus llegará a una población con problemas de salud preexistentes. En el caso de los niños y niñas: afectados por desnutrición, no estando vacunados para otras enfermedades o después de haber sufrido lesiones o amputaciones por el impacto de bombas y otro tipo de ataques. Lo mismo sucederá con sus padres y madres, abuelos, abuelas…

Para mí es inevitable recordar ahora los 16 años -hasta finales de 2018- que trabajé en la Dirección General de Ayuda Humanitaria de la Unión Europea y en los que tuve que enfrentarme muy lejos de Europa a crisis similares a esta y también a pandemias.

Así es cómo conocí Haití, la nación más pobre de Occidente. Las diferencias con el brote de cólera vivido allí son enormes, empezando por que ese virus tiene un potencial letal mucho más alto y acabando por que la sociedad en la que sucedió tenía muchos menos recursos, menor capacidad, tanto para encajar el golpe como para recuperarse de él.

Ahora bien, guarda similitudes. La primera de ellas es la profunda alteración del orden normal de las cosas. La vida cotidiana queda interrumpida sin remedio y por tiempo indefinido.

La segunda es que se activa un tipo de solidaridad a un nivel muy básico, es decir, entre vecinos, entre hermanos, entre iguales que se cuidan entre sí.

Y la tercera es que se despierta entre la población un miedo a lo que sucede y, sobre todo, a lo que está por venir. Las personas nos hacemos preguntas fundamentales: qué mundo quedará después de todo eso, cómo me afectará… y entre todas esas cuestiones, una que nos toca lo más profundo: en qué mundo quiero vivir yo.

Las crisis, bajo mi experiencia, son aceleradoras de procesos tanto personales como profesionales: lo que antes sucedía en años o meses ahora sucede en días.

Y en todas ellas siempre hay un juego de culpas sobre lo que se debería o podría haber hecho y sobre lo que no. Sin embargo, no olvidemos que la capacidad y calidad de la respuesta que estamos teniendo hoy, buena, mala o regular, es la misma que teníamos desde mucho tiempo atrás. No es la que tienen quienes están ahora tomando decisiones. Es la que han tenido muchos otros durante años. Por tanto, aprendamos la lección y salgamos reforzados de esta crisis.