Hay una cierta sensación de estar sufriendo un impenitente 'electroshock'. Familias que no pueden cuidar ni despedirse de sus seres queridos. Hogares a la deriva, otros tensionados al límite entre el teletrabajo y los cuidados, mientras cada cual digiere como puede el día a día y la incertidumbre de lo que vendrá después. Y toda esta olla a presión en un aislamiento que ha activado una explosión cooperativa en los vecindarios, pero también una pulsión represora en la calle y tras no pocos visillos. Una tensión entre la solidaridad y el sálvese quien pueda, entre la libertad y el control, que está llamada a marcar las futuras relaciones interpersonales y comunitarias. Porque, después de todo esto, de esta especie de ensayo del fin del mundo, ¿cómo volveremos a vivir juntos?

Cuando lo personal es peligroso

«Una epidemia es un fenómeno social. El modo de transmisión tiene que ver con cómo nos relacionamos y eso lo altera todo», asegura el sociólogo de la Universidad Complutense de Madrid Pablo Santoro. Con el covid-19, de pronto, lo personal se ha vuelto peligroso. Respirar el mismo aire. Abrazarse. Tocar las mismas cosas. Sin embargo, aún es pronto, añade Santoro, para calibrar el impacto de esta distancia social. ¿Los abuelos quedarán descabalgados de la estructura familiar? ¿Ganará el 'on line' a lo físico? ¿Los adolescentes, privados de la calle y el cuerpo a cuerpo, primarán las relaciones presenciales a las virtuales? ¿Y qué pasará con las relaciones sexuales?

«Seguramente sufriremos secuelas psicoemocionales y no resultará fácil salir de nuevo a la calle o ir por primera vez en un metro lleno, podría haber ataques de ansiedad -apunta Santoro-. Durante un tiempo nos costará dar besos y abrazos, pero pienso que no durará. Al principio creía que los comportamientos corporales en las sociedades mediterráneas iban a cambiar, pero los tenemos tan interiorizados y significan tanto que igual los retomamos con más ganas». No es una hipótesis descabellada. Al contrario. Como se cuenta en el 'Decamerón' y el 'Diario de la peste', de Daniel Defoe, tras muchas epidemias se ha producido un ardiente despertar sexual.

Cooperación o sálvese quien pueda

No es este un texto de conclusiones wagnerianas, arrolladoras y concluyentes. De hecho, el sociólogo asegura que también es pronto para esclarecer si de esta pandemia acabará emergiendo esa mayor cooperación y defensa de los servicios públicos que se respira en muchos balcones. «Lo que sí creo -añade- es que, en caso contrario, nos iremos a la mierda». La intuición general es que la pelota está en el aire. A juicio de la psicóloga social Gemma Altell, el virus y el aislamiento nos han llevado a una situación límite de la que «puede nacer una nueva conciencia de nuestra interdependencia y vulnerabilidad que implique una mayor necesidad de vínculos emocionales y físicos, así como un modelo social más igualitario y cooperativo»… O todo lo contrario. «También se puede dar un profundizamiento en la distancia social y en el sentirnos amenazados que acabe derivando en un mayor control social y autoritarismo».

Hay consenso en que mucho de ello dependerá de si ese despertar comunitario es capaz de cambiar el imaginario colectivo y la política pública, y de todo cuanto ya se está moviendo en esa caja negra que es el presente en marcha. «No hay que esperar a que todo esto acabe para saber qué pasará después. El mañana se empieza a hacer hoy», apunta el profesor de Psicología Social Miquel Domènech. Y, en ese sentido, asegura, el haber afrontado la gestión de la pandemia como si fuera «una guerra en la que todos somos soldados disciplinados», y no como una emergencia sanitaria y de cuidados, «ha impulsado un microcontrol y unas desconfianzas que ya tensionan las calles. Tenemos los balcones llenos de vigilantes». Y récord en multas.

En este clima electrizado, mantiene Domènech, dos debates inflamables amagan tras la esquina. El primero, el aumento de la tensión entre seguridad y libertad. «Incluso cuando la crisis haya pasado, habrá quienes defiendan el uso de fuertes medidas de control basadas en nuevas tecnologías como la geolocalización, mientras que otros antepondrán la libertad, asumiendo que la vida en común implica riesgos». El segundo implicará hablar con algo más de pausa sobre qué entendemos por 'vida buena'. «Esta crisis está enviando un mal mensaje. Es terrible que la gente se esté muriendo sola, eso no se debería consentir. ¿Hasta qué punto vale la pena una vida segura pero sin libertad y en la que no te puedes ni despedir de la gente a la que quieres? En la guerra todo vale, pero en los cuidados no».

Cuidados y ancianos

Si en una cosa hay acuerdo es que la pandemia ha descorrido con furia el velo de las desigualdades -visibilizadas e intensificadas por el confinamiento, por lo que las secuelas, recalcan los especialistas, también irán por barrios-, al tiempo que ha puesto bajo los focos ese andamio de trabajos invisibles, feminizados y mal pagados, cuando son remunerados, que sostienen la vida y que permanecen en el cuarto oscuro del reconocimiento, el mercado y las políticas públicas. «Más allá de los sanitarios, esta crisis también ha demostrado que entre los trabajos que no se pueden dejar de hacer figuran el de reponedoras, empleadas de residencias, cuidadoras y todo ese gran brazo doméstico que nos está sosteniendo en la pandemia», afirma la antropóloga ecofeminista Yayo Herrero.

La cocinera Pepa Muñoz ultima menús para gente vulnerable. / JESÚS HELLÍN (EUROPA PRESS)

¿Y esa súbita 'revelación' dejará muescas en la vida poscovid? «Tras estas semanas, el debate sobre los cuidados y las personas dependientes contará con mayor legitimidad y algunas cuestiones como el escándalo de las condiciones en las residencias de ancianos tendrán más eco», asegura el profesor de Sociología Josep Maria Antentas. Sin embargo, el investigador no avista grandes variaciones, ya que «requerirían de transformaciones importantes en la política económica, como la extensión de los servicios públicos o revertir privatizaciones, que de momento no están en las agendas de los gobiernos europeos».

Y aunque una sociedad también se retrate en cómo trata a sus mayores, la psicóloga Gemma Altell tampoco pulsa, «desgraciadamente», un cambio de conciencia sobre cómo conjugar vida digna y ancianidad. «El estigma de la edad está muy enraizado. ¿Qué dimensión habría tenido el escándalo si todas esas muertes hubieran ocurrido en, por ejemplo, una guardería?».

Tiempo «de siembra»

Convendrán que este cortocircuito abrupto, incierto y global invita a abrir el turno de preguntas. «Nunca pensamos a largo plazo, y ahora es tiempo de siembra, de cultivar despacio un nuevo espacio para trabajar una nueva forma de estar más arraigada en el entorno y conectada con los demás», afirma la profesora de Filosofía Ana Carrasco Conde. La humanidad, añade, no es la suma de los seres humanos, sino el modo en el que se vinculan entre entre sí y con el todo, por lo que, mantiene, es hora de «actuar» y «escuchar»: «Escuchar las desigualdades que no veíamos o no queríamos ver; que los ritmos de la vida del neoliberalismo nos estaban enfermando; que somos también cuerpo frágil y vulnerable, y que debemos repensar nuestro lugar en la naturaleza». Por tanto, plantea, la gran cuestión es a qué estamos dispuestos a renunciar para invertir la dinámica en la que hemos estado inmersos hasta este parón «para que sea el sistema el que se pliegue a nuestro vivir y no al revés».

Ecodependencia

De hecho, apunta Yayo Herrero, es poco deseable la vuelta a una 'normalidad' que siga desdeñando el sufrimiento humano y las luces de 'warning' de la crisis climática y otras emergencias sanitarias por llegar. "Me parece significativo y muy paradójico que la vida esté menos protegida en la normalidad que en este momento de catástrofe, cuando el entorno está más limpio y, aunque insuficientes, se han aprobado medidas urgentes y rápidas para proteger a colectivos vulnerables".

La vida humana, mantiene, es mucho más insegura si se deteriora el medio. «La extensión de los virus se produce más fácilmente cuando se pierde biodiversidad ya que las especies actúan de filtro, como una especie de seguro de vida», asegura la antropóloga, para quien es "vital darse cuenta de lo que somos". "Nuestra relación con los demás y con la naturaleza no es una opción ética, sino pura supervivencia -afirma-. En las últimas décadas, nuestra especie ha establecido una fe en la economía monetaria y en la tecnología que ha generado una lógica por la que todo merece la pena ser sacrificado para que la economía crezca, y en ese todo lo que se nos va es nuestra propia vida».