Los mayores son, ante la crisis del coronavirus, la población más vulnerable. No solo ya porque la enfermedad les afecte en mayor medida, sino también porque van a ver sus vida truncada durante un tiempo. Ayer, los centros de convivencia de mayores de Zaragoza cerraron, y aunque la población lo haya comprendido, no son pocos los afectados. “Nos preocupa mucho esta situación, porque había gente que iba todos los días a los centros de mayores desde primera hora. Allí era donde se juntaban con los demás, y ahora se van a quedar solos”, cuenta Mari Luz Miral, de la Asociación de Mayores del Actur. “Hay gente que no tiene otra cosa y lo pasa muy mal”, añade.

Ella, junto con el resto de los asociados, realiza giras por los centros de mayores y en las residencias con espectáculos de baile. Ahora, “todo está suspendido”. “Estamos asustados, esa es la realidad”, cuenta Miral, que asume que la misión de muchos mayores va a ser ahora cuidar de sus nietos, a pesar de que no es la recomendación de los médicos. “A mí mi hija no me deja quedarme con mis nietos, porque somos población de riesgo, pero sé que otros miembros de la asociación sí que lo van a tener que hacer”, asegura.

En las calles de Zaragoza, el viernes por la mañana ya no era como cualquier otro viernes. Las calles estaban más vacías y los bares, con mucha menos gente. Los jubilados paseaban sin saber muy bien a qué atenerse, ya que a pesar de las recomendaciones, no había ninguna prohibición. “Justo estábamos hablando ahora de eso”, decían dos amigos que superan los 70, sentados en la plaza Sinués Urbiola. Los dos, tocayos, de nombre Miguel, tenían programada para la tarde su semanal quedada para tomar “unos vinos con los amigos”. “No sabemos si ir o no. Supongo que al final iremos, pero a partir del fin de semana tendremos que quedarnos en casa”, contaban.

“Lo están poniendo muy negro y no se habla de otra cosa. Vas paseando y el grupo de delante habla del coronavirus. El de detrás, también. Te quedas charlando con un corrillo y hablas del coronavirus. Se ve que ya no hay corrupción ni nada de eso”, reía uno de los dos.

En frente de ellos, otro hombre, Luis, se incorporaba a la conversación. “Antes las pandemias se quedaban en un país, ahora son globales. A mí ya casi que me pille, para vivir con cautela y sin poder hacer nada pues…”, asumía el anciano con total sinceridad. Luis solo recuerda haber vivido una situación similar, aunque entonces fue mucho más grave. Fue a finales de los años 30, en Calatayud, cuando un brote de tifus arrasó con la población que resistía los estoques de la guerra civil española.

Otro matrimonio jubilado tomaba el sol sentados en un banco en la plaza de España. “Cuanta más información nos dan peor, porque no sabemos a qué atenernos. Procuraremos no salir de casa”, explicaba ella. “Tenemos miedo. No a la muerte, pero sí a la enfermedad”, concluía.