A primeros de marzo, un marzo que nunca olvidaremos, llegó lo imprevisto. En primer lugar, las muertes. Un rosario diario de estadísticas frías que tenían detrás nombres, biografías y allegados que en muchos casos ni siquiera pudieron despedirse. El miedo por nosotros mismos y por aquellos a los que queremos confinaron a los ciudadanos más que los decretos del Gobierno, y despertaron un sentimiento de solidaridad que se canalizó hacia quienes en esos momentos constituían la barrera frente a la enfermedad: los sanitarios y los trabajadores que en las residencias, el transporte, la seguridad, la alimentación o los suministros básicos mantenían el pulso del país.

Poco a poco se fue abriendo paso además la consciencia de las consecuencias económicas y sociales de la crisis sanitaria. Se empezó a calcular el daño para la economía, la caída del empleo, el número de personas que se quedarían sin recursos para sus consumos básicos.

Las instituciones reaccionaron sin manual. Se les puede achacar imprevisión, pero no se puede negar que en conjunto tomaron medidas para frenar la expansión de los contagios y en la medida de sus posibilidades presupuestarias inyectaron recursos para intentar salvar la vida de las empresas y con ello el empleo. Por el camino, eso sí, se vieron, y se ven, las costuras de nuestro entramado institucional. Que algunos organismos no hayan podido gestionar la avalancha de trámites es comprensible, pero el reparto de competencias de las distintas administraciones ha mostrado redundancias y vacíos que será preciso revisar.

Nos preocupan los problemas sociales, pero sobre todo el empleo, y esta crisis va a suponer reabrir la aún no cerrada herida de la crisis anterior, de la que aún no se había salido. Si las previsiones se cumplen, nos esperan trimestres con un elevado nivel de desempleo, lo que además de un drama humano para aquellos que lo sufren supone un coste añadido para las arcas públicas.

Por eso es necesario seguir ayudando a los que caigan en el desempleo. Los expedientes de regulación han demostrado ser un buen instrumento y deben mantenerse, y el ingreso mínimo vital es una medida necesaria que debe consolidarse con una mejora en su diseño y gestión, pero también deben arbitrarse medidas preventivas que reactiven el consumo para acelerar la recuperación que seguramente ya se está iniciando.

Es necesario revisar lo que se ha hecho frente a la pandemia para corregir los errores de actuación y de planificación que se hayan cometido. Hay, de una vez, que introducir las reformas necesarias para que nuestro sistema productivo se modernice anclado a la sostenibilidad, la digitalización y la investigación. Y debemos rearmar nuestro sector público, que ha sido nuestro gran escudo contra el virus y contra sus consecuencias económicas y sociales.

La epidemia ha sido un desafío a la comunidad. De manera colectiva hemos peleado contra ella, y solo reforzando lo público dejaremos atrás las amenazas y estaremos mejor pertrechados para otras futuras. Y lo que nos afecta a todos necesita pactos.