A principios de marzo hubo en Aragón un momento de estupefacción general ante la proximidad de la amenaza. Se sabía que el mismo enemigo invisible que estaba provocando centenares, miles de muertos en la lejana China, primero, y en la cercana Italia, poco después, tenía ya una firme cabeza de puente en la capital de España. De ahí no faltaba nada para que llegara a nuestro pueblo o ciudad, a nuestro barrio, a nuestra propia comunidad de vecinos. El coronavirus estaba aquí, habitaba entre nosotros, y dolía tener que hacerse a la idea.

Fue una situación extraña. Cada aragonés pasó de sentir una inquietud difuminada a tener un miedo real. Sobre todo a partir del día 4 de este mes, cuando se confirmó el primer caso de coronavirus en la comunidad, el de un hombre de Zaragoza de 79 años. Pocos días antes había habido un positivo que resultó erróneo. Pero daba igual. Ya no éramos una de las excepciones en el conjunto del país, vana ilusión, sino una región más, coloreada en rojo en los mapas que aparecían en los informativos de la televisión. La primera muerte de un infectado por el nuevo virus en la comunidad se produjo el 6 de marzo, lo que incrementó más aún si cabe la sensación de desamparo.

De hecho, a partir de entonces el número de infectados empezó a aumentar progresivamente (hasta los 424 actuales), al igual que el de fallecidos, que ya es de 22. Y pronto, antes de decretarse el estado de alarma, las instituciones y las empresas empezaron a tomar medidas, desde el ayuntamiento de Zaragoza a la Universidad, pasando por todos los departamentos del Gobierno de Aragón.

El sombrío discurso que pronunció el jefe del Ejecutivo central, Pedro Sánchez, el 14 de marzo supuso el comienzo del periodo del confinamiento, pero, al coincidir con el arranque de un fin de semana, casi nadie hizo caso y un gran número de familias fueron al Pirineo, como de costumbre, o al pueblo de cada cual.

De forma que habría que esperar al lunes siguiente, día 16, para ver el efecto de la terapia de choque adoptada por las autoridades. Mucha gente, por inercia, siguió yendo al trabajo presencial, como si tal cosa. Con todo, en las calles de Zaragoza empezaron a aparecer viandantes con guantes desechables y mascarillas que en muchos casos eran de confección casera.

Ciudadanos de aspecto alarmante

Estos ciudadanos de aspecto alarmante se irían multiplicando rápidamente, tanto como las empresas que se pasaron sobre la marcha al teletrabajo. Los primeros días, los zaragozanos autoprotegidos fueron como una especie rara. Pero ahora el raro es el que no adopta medidas de seguridad personales. Y la gente, superada la fase de incredulidad ante la pandemia, se mira en las calles con cierta desconfianza, pues cualquiera puede ser un portador del coronavirus, por más que la enfermedad se esté cebando sobre todo con los ancianos.

Transcurrido el tiempo, mal que bien Zaragoza ha dejado atrás el rodaje previo que requiere el confinamiento. Los ciudadanos guardan la distancia en las tiendas, donde solo llegaron a escasear unos pocos productos de alimentación (legumbres, pasta, determinados tipos de carne) la primera semana de este experimento social. Quien más quien menos se ha aclimatado a la inédita situación.

Qué remedio. Las salidas de la ciudad están controladas por la Policía y la Guardia Civil. Además, no quedan paraísos intactos. Hasta en el pastoril y pirenaico Ansó se ha dado un caso positivo. Y en ningún pueblo están dispuestos a acoger a zaragozanos sospechosos de estar contaminados, como dejó claro hace unos días el alcalde de Balconchán, cerca de Daroca.

En esta tesitura adversa, los habitantes de la capital de Aragón se refugian en reconfortantes ritos colectivos, como los aplausos a los sanitarios desde los balcones. Con la esperanza puesta en que acabe esta pesadilla.

Tráfico como el día de Navidad

La circulación rodada descendió ayer de forma radical en las calles de Zaragoza, hasta quedar reducida a la que se ve habitualmente poco antes de la cena de Nochebuena y de las uvas de fin de año, como explicó gráficamente un miembro del Centro de Gestión de Tráfico en la capital aragonesa. «No se ven apenas coches en las nueve pantallas que controlo», explicó. «Hay tan poco movimiento que, cuando pasa un vehículo, te llama la atención y te fijas, no se pierde en medio de otros coches, como pasa normalmente», añadió. Y otro tanto ocurrió en las rutas que van a los lugares turísticos, como el puerto de Monrepós, en la A-23. «Se ve cómo los pájaros bajan al asfalto, se posan y lo atraviesan dando saltitos», señaló una controladora del tráfico en el turno de mañana. Esa imagen insólita, que se produce hasta en la autopista de Barcelona y en la autovía de Madrid, es un reflejo más del renacer de la naturaleza debido al retroceso temporal de la actividad humana, señalan los ecologistas.