"Abraza el absurdo". "No tengas miedo de nadie". Rosa sobre rojo, blanco sobre negro, las frases que la artista Laurie Anderson y la escritora A. M. Homes eligieron para participar en una instalación de arte público llevaban dos años ya retando a los transeúntes en Times Square. Impresas en carteles de vinilo en papeleras, maceteros y pancartas, trataban de subvertir un espacio emblemático por su ineludible publicidad con el lenguaje de la resistencia. Hoy, en la Nueva York que el coronavirus tiene inducida en un intenso letargo, aún claman más alto.

Negro es el color que ha elegido Sephora para pintar el enorme maderón con el que ha vallado su escaparate, miedo preocupado por la estética. Blancas son las letras del título de la última de Bond en la cristalera de Swatch que lanzó un modelo de reloj para coincidir con el estreno de la película, pospuesto por la pandemia: 'No time to die', no es momento para morir, dolorosa punzada de absurdo cuando son ya más de 20.000 los fallecidos en la metrópoli.

Todo un arco iris pixelado se alza hacia el cielo con las pantallas que cubren cada milímetro y siguen emitiendo su luz cegadora, combinando la proyección de sus odas digitales al consumismo con las de agradecimiento a los trabajadores esenciales, las expresiones de amor a Nueva York, las solicitudes de donaciones a los más necesitados, los mensajes urgiendo a quedarse en casa o a mantener el distanciamiento social.

Un ciclista atraviesa una vacía Times Square. / TIMOTHY A CLARK

Pero pocos los leen estos días. En lo que es habitualmente un enjambre bullicioso de turistas, ahora se cuentan prácticamente con los dedos de las manos las almas que, cámara en mano, mascarilla en el rostro, se retratan en el exceso de este cruce. Los homeless no quedan grabados en esos selfies de los que en el futuro dirán: yo estuve allí.

Un coma inducido

Pero están, como en cada lugar de Nueva York. Debajo de los puentes de las autopistas que bordean Manhattan, en las puertas del hospital de veteranos, en Wall Street, en aceras, en bancos de parques, deambulando, esperando a entrar en un refugio, o en el metro, hasta que de una a cinco de la madrugada deben salir.

Porque la que ha sido una de las arterias que ha hecho correr la sangre de la ciudad sin descanso ahora entra de madrugada también en un coma inducido, el momento para desinfectar y limpiar a fondo para dar algo de seguridad a los trabajadores esenciales. Cuando se reaviva cada mañana sigue débil, a un 90% de su pasado reciente de seis millones de viajes diarios. Y no hay prognosis de vuelta a la normalidad. Es difícil encontrar neoyorquinos que piensen en usarlo frecuentemente en el futuro inmediato.

Un 'homeless' duerme en la estación de metro de Times Square, en Nueva York. /EDUARDO MUÑOZ ÁVAREZ (AFP)

El virus y el miedo, sin alterar físicamente el espacio, han hecho para muchos las distancias más difíciles de cubrir y Nueva York más pequeña. La vida se confina en apartamentos que, en la mayoría de los casos, tienen un minimalismo de metros cuadrados nada acorde con el maximalismo de los precios de alquiler, rentas que ante la sangría de trabajos (más de 830.000 perdidos en los dos últimos meses) son cada vez una losa mayor en Gran Manzana magullada.

Pero ahora se siente también la vigencia del barrio, la compra local (por gusto o porque se tira la toalla en buscar una ventana abierta en las opciones de entrega a domicilio de grandes cadenas), el paseo por lo cercano. El comercio de comestibles incluso ha empezado a volver a Chinatown, que hace solo unas semanas estaba cerrado a cal y canto.

En la ciudad transformada se acude a la bici, en un momento dorado largamente ansiado, quizá efímero pero celebrado. Aunque el tráfico empieza en los últimos días a intensificarse un poco, aún las calles y avenidas son ríos de asfalto que se navegan sin la amenaza de los coches en dos ruedas, adelantado el que pedalea solo por las bicis eléctricas de los repartidores.

Y en Manhattan se puede surcar en un vacío espectral la Quinta Avenida o la calle 42 con la despreocupación de poder mirar a las alturas redescubriendo sus impresionantes y antinaturales cañones de cemento, acero y cristal.

Un transeunte con sus perros en la Quinta Avenida neoyorquina. / ANGELA WEISS (AFP)

O bajar hasta lo que fue la zona cero, donde en las dos fuentes del memorial de las Torres Gemelas cerrado ha dejado de correr el agua. Se ha secado también casi todo el tráfico humano en el Oculus de Santiago Calatrava, y sin tiendas abiertas para atender a clientes y su función de núcleo de transporte debilitada, es la fantasmagoria de una catedral blanca vacía.

Los parques

En los días fríos y de lluvia, abundantes en una primavera en que el buen tiempo se hace de rogar, la pandemia contagia el gris. Pero su muy real fantasma parece disiparse cuando sale el sol y los neoyorquinos reconquistan las calles y sobre todo los parques. Tras algunas semanas de insultante desatención por parte de muchos de las normas de distanciamiento, la conciencia parece haberse instalado en la mayoría, ayudada también por una mayor vigilancia policial en lugares como los muelles del West Side.

Y Central Park, el pulmón verde que Frederick Law Olmsted ideó para Manhattan porque identificó erróneamente en el aire la transmisión de algunas enfermedades de la época pero acertadamente estuvo convencido de la buena influencia que tendría en el cuerpo humano y en el cuerpo político de la urbe, hoy sus palabras cobran vida. Las masas, decía, llegarían con "evidente regocijo ante la perspectiva de unirse, todas las clases representadas, con un propósito común".

Hoy lo tienen que hacer a dos metros, pero lo hacen. Porque los neoyorquinos, sin saber cuándo y cómo empezarán a salir de este letargo aunque el alcalde sugiera que podría ser en junio, en este momento tan contrario a la razón de ser y vivir de Nueva York y cuando múltiples miedos asfixian, necesitan respirar.