En esta crisis no existen las pequeñas historias. Hasta la escala social ha cambiado. Hace días y, por primera vez, le pregunté su nombre a la cajera del BonÀrea de al lado de mi casa. Se llama María José, por cierto. Pero nunca había reparado en lo importante que es su trabajo. Como lo es el de Rosa Muñoz, que, además de dependienta, cajera y limpiadora, es la dueña de un pequeño ultramarimos en Maestro Estremiana. Ella no se considera una heroína. Quizás, porque Marvel nos convenció de que este tipo de personajes llevaban en la mano una espada invencible y no un bote de lejía. Pero tiene la actitud que uno le presupone a cualquier personaje de acción: «Hasta que el cuerpo aguante, aquí seguiré».

Aquí es en su tienda. La que cogió en un traspaso hace 18 años, aunque el negocio existía «desde hace 40 por lo menos». Es un comercio de barrio, de esos que iluminan las calles de Zaragoza, que adaptan los horarios a los de la salida de los colegios, de los que conocen por su nombre a todos los clientes. A ella puedo entrevistarla. En una gran cadena, esto supone el paso por un departamento de prensa, para hablar con el encargado y llegar a la cajera. Aquí es Rosa. Ella es la jefa, la responsable de prensa y la empleada única. Que hasta --en medio de todo esto, con jornadas maratorianas frente a la caja-- se ha reservado un minuto para ponerse guapa para la foto.

Rosa Muñoz tiene cosas que la hacen invencible. Por ejemplo, un discurso sencillo, pero demoledor: «yo tengo un compromiso con los clientes y nos les puedo dejar colgados». Así, sin más. Y, por eso, cuando empezaron a fallar algunos proveedores, se buscó la vida para encontrar otros en solo unas horas. Por eso, se machaca limpiando la tienda cada día, porque, si cae enferma, tendrá que cerrar. Por eso, a pesar de que le preocupa su familia y que ha aislado a su madre, trabaja un mínimo de diez horas de lunes a sábado y cuando llega cae rendida en el sofá.

Rosa Muñoz es una defensora del comercio de proximidad. Espera que se acuerden de él después de la crisis. «Porque una ciudad sin comercio es una ciudad vacía». Habla de la solidaridad de los demás. «Hay mucha colaboración familiar y me encanta verlo; mucha gente que ya me conoce y me hace pedidos». Ella está sola y no le da para la venta online ni para las entregas a domicilio, formalmente. Aunque yo sé --aunque no lo confiese-- que fuera de su horario de mil horas el otro día aún se escapó a entregar aceite a una señora en Vadorrey, que siempre se lo encargaba.

Rosa Muñoz no está dispuesta a vivir con miedo. Porque si pensara en el miedo también le vendría a la cabeza, más allá de la enfermedad, el cierre del negocio, en el que ha invertido tanto tiempo y tanto cariño. Dice que tiene un montón de abrazos apuntados en la cuenta. Los de algunos de los clientes que ahora no pueden salir de casa. O los de los niños que iban a visitarle al final del colegio, y cuyos nombres y gustos conoce uno a uno.

Rosa cuenta con orgullo cómo mantiene su tienda impoluta. Dice que ahí «podrá entrar el covid, pero que zancadillas» le pone «todas las del mundo». Y en días como el de ayer, un sábado de puertas abiertas y clientes por goteo, se acuerda de palabras como las de su padre, que le falta hace dos años, pero al que se le llenaba la boca diciendo que su hija era «la más trabajadora de Zaragoza». Debía ser cierto. Trabajadora y esencial... por decreto.