El padre de Julian Alaphilippe, en silla de ruedas, daba un beso a su hijo y le deseaba suerte antes de que emprendiera vestido de amarillo la batalla ciclista del 14 de julio. Hacía cinco años que un francés no se paseaba de líder del Tour en el día de la Fiesta Nacional, de la igualdad, la libertad y la fraternidad.

No hay nada más importante para un corredor francés, al margen lógicamente de ganar el Tour, que poder exhibirse de amarillo por Francia en una jornada en la que la tradición marca inundar las carreteras de banderas tricolor. El público se pinta la cara con los colores rojo, blanco y azul y, como siempre es festivo, es uno de los días en los que más y más público se ve en las cunetas, aunque la etapa no fuera ni mucho menos la más espectacular.

En la meta, a Alaphilippe ya le preguntaban si pensaba, por supuesto de amarillo, en la subida al Tourmalet, cuando todavía deben superar la etapa de hoy, de presumible esprint en Albi, tierra de Occitania, otro esprint en Toulouse, una contrarreloj en Pau y la primera de las tres etapas por los Pirineos. Y Alaphilippe no podía hacer otra cosa que suspirar porque a todos los ciclistas les gusta solo pensar en el día a día, pues de lo contrario se acumula demasiado trasiego en las piernas.