Tom Dumoulin lo quiso probar pero solo aguantó los kilómetros neutralizados, los que no cuentan y solo sirven para unir la zona de salida con la pancarta donde figura el kilómetro cero. Allí, con la retirada de Dumoulin, se acabó practicamente la quinta etapa, huérfana de uno de los principales favoritos a la victoria, para muchos el número uno.

Fue una jornada que en lo deportivo solo sirvió para que los corredores se dieran una ducha extra de agua fría circulando más por charcos que por asfalto. Los jueces neutralizaron los últimos nueve kilómetros. No contaron los tiempos. Solo los esprínters se jugaron el triunfo, la gloria de la victoria, que se volvió a llevar el corredor alemán Pascal Ackermann.

No dio más de sí un día que, sin embargo, tuvo un significado casi único de cara a lo que vaya a suceder hasta la última etapa en la bella ciudad de Verona. Porque, ocurra lo que ocurra, aguante o no Primoz Roglic vestido de rosa, será sin Dumoulin. El ciclista, del que dicen, se parece más a Miguel Induráin desde que el gran campeón navarro puso fin a su carrera deportiva. Contrarrelojea como el que más y jamás se rinde en la montaña. Puede sufrir. Y lo hace como los viejos motores diésel, los que necesitaban calentarse antes de arrancar. Se le van los escaladores pero él, como hacía el eterno Induráin, les va recortando, hasta capturarlos y superarlos.

Tom Dumoulin ganó en el 2017 el Giro, el que quedó marcado por su ataque de diarrea camino del Stelvio. Se tuvo que parar a abonar el prado. Y con magníficas montañas, Nairo Quintana se rindió a su poderío. El año pasado solo lo derrotó un fantástico Froome, en La Finestre, en una etapa para la historia. Luego se fue al Tour de Francia, que ahora ya lo espera con los brazos abiertos, y acabó segundo. Segundo también fue en el Mundial de contrarreloj y cuarto, en el de ruta, en la inolvidable victoria de Alejandro Valverde.