Hay tanta gente nueva en el Real Zaragoza en los últimos años que son pocos los que realmente aprenden a conocer y comprender cuáles son, más o menos, los criterios de los aficionados de La Romareda. Algunos incluso se llegan a marchar del club pensando que el estadio zaragocista es un lugar hosco en el que fracasan muchos --a su entender casi todos--, por culpa de la negativa atmósfera que se crea en torno al fútbol. Piensan que la hinchada zaragocista es la peor entre las peores, se niegan a creer que antes fue la mejor de las mejores y que hubo tiempos en que la caldera la sufrían los árbitros y los rivales. Pero, claro, es imposible que lleguen a comprenderlo. Ni aguantan el tiempo suficiente, ni tienen al lado otros que se lo puedan explicar. A los que lo sabían y lo trasladaban se los han cargado. Semejante desmán es obra y gracia de Agapito, ese al que la grada no perdona ni en días plácidos como el de ayer. Es culpa suya todo lo malo que le pasa al Real Zaragoza, que haya guerras y guerrillas, que cada semana sea un combate, que la gente ande tan despistada, hasta que los tontos piensen tontadas sobre la afición. Y las digan.

Están muchos lejos de la verdad, por no decir que no tienen ni idea. Se podría incluso asegurar que la afición de La Romareda es la más blanda que se recuerda, como atestiguan ilustres veteranos semana tras semana. Ha cambiado el perfil, ha descendido de forma notable la media de edad y se aplaude cualquier cosa. Un córner, por decir. Para lo que ha sido el coliseo aragonés, lo cierto es que da pena. Cuatro gatos hay, algunos mal avenidos. El aspecto del estadio confirma cada jornada que la destrucción de Agapito ha sido implacable. Es difícil, si no, echar a tanta gente en tan poco tiempo.

Bien cierto es que los zaragocistas andan algo desorientados tras tantos años de sufrimiento y oprobio. No ayuda tampoco que les acusen de antizaragocistas algunos advenedizos que, casualmente, suelen ser de fuera. El tiempo cambia la dirección de las lecciones. Por eso deberían creer a quienes les repiten que normalmente los hinchas de bien devuelven multiplicado lo que les ofrece el equipo, aunque habitualmente sea poco. Así fue ayer, casualmente después de una victoria importante en Gijón, curiosamente la tarde en la que mejor jugó el equipo. El zaragocista, se pueden ir enterando, lo que quiere es pasárselo bien y que gane su equipo. Y cuando pita lo hace con razón. Otra cosa es que haya gente interesada en justificar tropelías.

El caso es que, al fin, unos y otros pasaron una tarde alegre y tranquila en La Romareda. Se recuperó el "alé, alé", unos cuantos se animaron a entonar el himno y los reproches fueron en una única dirección: el dueño invisible. No quiere decir eso que la afición vaya a dejar de ser severa y minuciosa. Precisamente esa característica particular, la de la exigencia hacia todos los que se ponen esa camiseta o los dirigen, ha sido un impulso clave en la historia del club. Claro que eso no lo saben. "La gente se ha sentido feliz cuando nosotros le hemos dado algo", admitió Paco Herrera, hombre cuerdo y veraz, que une y no divide, al contrario que el soriano. Pues eso, que Agapito no tiene perdón.