Poco importó que fuera 31 de julio, fecha de profunda raíz vacacional; que La Romareda y su sala de prensa o crematorio estén, entre las obras, los años y la dejadez de su propietario, el ayuntamiento, como una pocilga inmunda que escandalizaría a la Organización Mundial de la Salud; que el termómetro alcanzara temperaturas para desatar lipotimias en cadena, o que la escenificación dispuesta por el club con buena fe y poca experiencia para envolver a la estrella en un aura made in USA resultara un potaje casero. La ilusión, la magia del momento, borró de un plumazo todas estas molestas cuestiones colaterales y el público se sintió como en el Madison Square Garden. Hubo un sorteo de diez camisetas con el dorsal del ídolo, sonó el himno y florecieron los discursos sobre la hierba.

Casi 4.000 aficionados del Real Zaragoza, la mayoría muy joven (quizá por ello su resistencia), desafiaron todos esos obstáculos en el mediodía de ayer para ver en directo la presentación de Pablo Aimar, que fue recibido por la hinchada como los césares triunfantes en su desfile ecuestre por Roma. Ningún ser humano ajeno a los misterios del fútbol puede entender una catarsis como la que se vivió en la zona de tribuna cuando el pequeño emperador salió a saludar primero vestido de calle y después con el nuevo traje del equipo, que le debió resultar muy familiar porque es calcado al del Valencia. La gente enloqueció, gritó y coreó su nombre sudando la gota gorda pero feliz como nunca, deslumbrada por un fichaje que no hubiera imaginado ni en sus sueños más dulces.

LA REVOLUCIÓN Han sido muchos años observando cómo las figuras cinceladas en La Romareda se marchaban para ser disfrutadas por otros clubs más poderosos. Esnáider, Morientes, el Kily, Milosevic, Villa, Cani... Todos vendidos al mejor postor después de un par de campañas o poco más con la camiseta zaragocista. Y de repente, la revolución. Aimar que baja por la rampa lateral que da acceso al campo desde los vestuarios de la mano de los nuevos gestores del club, Agapito Iglesias y Eduardo Bandrés, escoltado por cuatro números de la Policía Nacional y perseguido por una marabunta de periodistas locales, nacionales y, cómo no, argentinos. No es Pier, ni Esquerdinha, ni Chainho, ni el Negro Martínez. Es nada más y nada menos que Pablo Aimar, un futbolista que trae consigo la promesa del astro consagrado y que ilumina con su cargada trayectoria de éxitos el futuro de un equipo aragonés que cambia de política y de rumbo.

Pablito significa en realidad la liberación, y así lo entendieron esos seguidores como representación del resto de la parroquia zaragocista. Brehme y Cafú llegaron en su día como campeones del mundo, y fueron aclamados como merecían, pero no tuvieron semejante impacto mediático ni popular porque se intuía su sello pasajero. Desde los Zaraguayos, hace más de 30 años, el Real Zaragoza no había seducido a un jugador en su plenitud. Se trataba de Saturnino Arrúa, otro genio.

Charlaron por los micrófonos el presidente y el propietario, quién, por cierto, fue aclamado por la muchachada, que contempla y adora a Agapito como a su Abramovich particular. Él firmó autógrafos mientras algunos trabajadores de Codesport, su empresa nodriza, seguían el espectáculo del jefe elevado a héroe. Luego habló Aimar. Camisetas de River, de la selección argentina, del Zaragoza, de Brasil y del Ajax se fundían bajo la canícula, emocionadas por los toquecitos de balón del , que ya es su número.

Se enriqueció la atmósfera de cámaras digitales y de teléfonos portátiles que inmortalizaron el momento. La figura infantil del Cai saludó al tendido, que se desmayó de placer por el gesto cordial pero, sobre todo, por la emoción de comprobar que el Real Zaragoza, que ha tirado la triste máscara de segundón que le impusieron.

"Bendita presión", dijo Aimar cuando se le preguntó por el recibimiento y las expectativas que ha levantado. Pablo, que de segundo se llama César, pensó: "Qué lindo". Tomado sin resistencia el corazón de la hinchada, el conquistador tendrá ahora que responder a su fama en el campo de batalla.