Los jugadores del Real Zaragoza recibieron a Ranko Popovic con una lluvia de goles a la Ponferradina, cuatro, que sirvieron para que el entrenador serbio debutara con el pie derecho y hoy parezca un mago. Los goles siempre son amores y la afición de La Romareda se marchó feliz a casa. De eso se trata. El partido fue un retrato de máximos y mínimos de lo que ha sido el Zaragoza esta temporada: un equipo que mata a cañonazos, con una pegada extraordinaria y con muchos jugadores con el diente afiladísimo en el área contraria. Así fue la primera parte. Pim, pam, pum. Pero también un equipo capaz de derretirse, de que le tiemblen las piernas hasta con el partido aparentemente resuelto y de conceder una ocasión tras otra, con los clásicos y encadenados errores defensivos. Así fue el último tramo de la segunda mitad.

Al final, 4-1. Victoria y goleada. Puede hacerse, pero no debería usarse aún este botón como muestra definitiva. Es pronto para conclusiones sumarísimas. De todo lo que pretende Popovic lo más significativo de ayer, aparte de la exhibición de pegada, de la que ya había habido pruebas suficientes, fue el uso continuado y alegre que le dio a las bandas. Pedro fue un jabato por su lado. Álamo, un puñal en el opuesto. Los laterales, Rico y Fernández, también se desdoblaron habitualmente, algo casi prohibido con Víctor Muñoz. El resultado fue que llovieron centros al área, muchos de ellos muy bien puestos. Más que jugadores, por los costados corrieron potros desbocados, esta vez sin pezuñas, con buen pie. Por ahí, y por la posición dinámica de Eldin en la mediapunta, se alimentó el primer Zaragoza de Popovic, que con sus grandes virtudes sepultó sus grandes defectos.