Francia cree en sus delfines. Francia sueña con sus mosqueteros, los que visten uniformes ciclistas. Y Épernay, tierra de viñas, cuna del champán, ciudad donde se ven bodegas por todas partes, se convierte en un grito de pasión que por muy poco no retumba en todo el país. Es Julian Alaphilippe. Es la locura; es un francés, pero no un francés cualquiera, sino Alaphilippe, quien no solo gana la etapa que devuelve el Tour desde Bélgica a su denominación de origen, sino que se viste de amarillo cinco años después del último héroe local, Tony Gallopin.

Alaphilippe no está en el Tour para ganarlo. Para esa gesta deja a otros compatriotas que lo intentarán, como Thibaut Pinot, que por ahora parece el más fuerte entre los franceses para el principal cometido, o Romain Bardet, siempre presente. Él está para dar espectáculo, para ganar etapas, dos el año pasado y por ahora, una. Está para ganarse el cariño de su público y para disfrutar, camino de la región de la Lorena, exhibiéndose en el pelotón con su traje amarillo.

Pero Alaphilippe sí que está en la carrera para realizar hazañas como la que protagonizó en la jornada de ayer, la tercera de la ronda. «Lo intenté, pero fue imposible. Alaphilippe es un superclase», comentó Mikel Landa en la meta de Épernay. El galo es de los que llevan escrita la palabra espectáculo en la frente. Es de los que cuando atacan, cuando deciden poner el turbo en su bicicleta, difícilmente nadie los alcanza. Ni en el Tour, ni en ninguna parte. Es pura dinamita, es espectáculo en su máxima esencia, y es de aquellos, si gusta el ciclismo, si se está enamorado de la ronda francesa, a los que hay que aplaudir olvidando banderas e idiomas. Porque su sello es el ciclismo en mayúscula.

LA REACCIÓN

Quedan 16 kilómetros para Épernay. La fisonomía del Tour ha cambiado después de cruzar la frontera belga. Aparece una carretera mala y rugosa, que ha arreglado Pepe Gotera tapando de mala manera los agujeros de la calzada, lo justo para que ningún corredor destroce sus ruedas o tenga un accidente. Y en eso, rodeado de viñedos, como si fuera La Rioja pero en plan champán, aparece como una encerrona la cota de Mutigny. ¡Ataca Alaphilippe! Nadie puede seguirlo. En un pispás captura a Tim Wellens, que va fugado por delante. Le quita hasta las pegatinas de su maillot, de la furia con la que pasa al ciclista belga, que hasta pone pie a tierra, sí pie a tierra, cuando se ve superado.

Por detrás, perfectamente situado, Landa, junto a Michael Woods, como compañero más brillante, trata de contrarrestar e ir a la captura de Alaphilippe. Imposible. Landa toma el bidón que lleva en la bici, sorbe un poco de agua y se da por vencido, al menos en esta tercera etapa. Hasta la meta solo se prevé un festival, la odisea de Alaphilippe, su día de gloria y conforme va superando paisanos, apostados desde buena mañana a ambos lados de la carretera, el estruendo que se va escuchando es monumental. Esa seña de identidad del Tour: las calzadas abarrotadas, siempre llenas y expectantes. Una sensación de éxtasis, un placer mucho mejor que degustar cualquiera de los champán top de las bodegas de Épernay.

«Estaba muy motivado. Solo temía caerme. En la última cuesta no me iban las piernas pero oí por el auricular que me decían que era jersey amarillo. No podía dejar pasar una oportunidad así». Alaphilippe estaba feliz y Francia, también. Su héroe había vuelto a ganar.