Hace mucho tiempo que justificar un mal resultado por la actuación del árbitro es una cuestión de mal gusto, de un oportunismo muy quinqui. Todavía hay jugadores, directivos y entrenadores que se escudan en los errores de los colegiados para amortiguar los suyos, para apaciguar a las hinchadas y prender fuego a las portadas de la prensa deportiva más incendiaria... La evolución del juego, la educación y la profesionalidad cada vez más pulida de todas las partes han rebajado esta estrategia de distracción. Primero se les concedió el título de seres humanos y más adelante se les contempló casi como a uno más de la pandilla.

Este colectivo, que por otra parte todavía colabora con su histórico y tenaz hermetismo a que no se produzca el acercamiento definitivo, deja de vez en cuando perlas como las de ayer en La Romareda. Juan Manuel López Amaya se equivocó mucho, tanto o más que el Real Zaragoza, pero no fueron sus errores los que irritaron un encuentro pésimo y a una afición muy sensibilizada, sino la forma de interpretarlos. No fue un personaje chulesco, ni mucho menos, y por momentos dio señales de una indefensión absoluta, de un extravío con el que llevó el partido al manicomio, donde habían entrado por su propio pie los futbolistas de Víctor Muñoz.

Imagen antiquísima

El problema del andaluz, que debuta esta temporada en Segunda, es que ofreció una imagen antiquísima del oficio, como si hubiera salido de los años 60 o 70. Lento, indeciso y apocado, con tan solo 37 años, recuperó la fragancia de aquellos señores de negro con michelín agradecido y alopecia prematura que aparentaban el doble de edad. Solo le faltó pintarse un mostacho. En su ausencia de malicia y en su rico repertorio de incongruencias, pudo haber hecho daño a cualquiera. Le tocó de lleno al Real Zaragoza, ya de por sí abonado al suicidio con ese día típico que te sale tonto e idiota a partes iguales.

López Amaya dejó sin señalar un buen número de faltas que no necesitan radar para detectarlas. Sin más. Porque no las vio, no porque interpretara que no lo fueran. Eso sí, en el primer penalti a favor del Tenerife se puso de un digno reglamentario que ni Moisés bajando del Sinaí con las tablas. Dos jugadores se abrazan para la ganar la posición en el área, ninguno cae y el granadino que indica pena máxima de Borja Bastón. Nadie duda de su honestidad, pero no está el fútbol profesional para hombres justos por un tirón de la manga de la camiseta. La permisividad en este tipo de acciones que apuntan al corazón de la duda es un terreno ganado con mucho esfuerzo por sus sus compañeros. El granadino, al final, influyó en el sistema neurológico del Real Zaragoza, ya de por sí desencajado, histérico.

El equipo aragonés se metió en la boca del lobo para perder por primera vez en casa. ¿Tuvo la culpa el árbitro? Demasiado fácil la respuesta positiva. La noche estaba cerrada y López Amaya le echó el candado. Hubo muchos seres humanos equivocados en este partido.