Suelen decir los argentinos: «Si querés llorar, llorá». Lo hacen de manera coloquial, al otorgar a otro, un amigo, el permiso para que aflore la emoción desacostumbrada, el sentimiento contenido, acaso secreto. En la noche del martes, garantizado el lugar del seleccionado en Rusia-2018, un país se anegó en lágrimas. Quedaron en suspenso los odios entre vecinos y antagonistas políticos, las hermandades quebradas. Todos se persignaron ante el nuevo apóstol de la religiosidad, San Messi. Los tres goles ante Ecuador terminaron de convencer a los escépticos.

Messi dio por finalizada en Quito la larga era de la melancolía maradoniana. En las redes sociales comenzaron a proliferar las estampas del venerado: rostro con aureola dorada, túnica celeste y blanca y la mirada dirigida hacia el cielo. En algunas imágenes lleva una medalla con el rostro de Diego. Los que siempre creyeron se sintieron confirmados. El blasfemo aceptó el poder de la revelación. Los críticos se dividieron entre arrepentidos y nuevos conversos. Y pensar que, minutos antes de comenzar el partido, al momento de la entonación de los himnos, no faltaron los que le reprocharan que el 10 siguiera la melodía patria con la cabeza gacha y no erguida. Interpretaron ese gesto como cavilación. Cuando llegó el gol ecuatoriano, al minuto, dieron rienda suelta a su pesimismo y recordaron que el Messi de Argentina nunca será el de Barcelona. Pero después pasó lo que pasó y tartamudearon.

LÁGRIMAS Y ALEGRÍA / Apenas terminó el partido, los jugadores, con su capitán a la cabeza, lloraron, saltaron, se abrazaron, gritaron. Y Messi, subido a un banco de madera, hizo ahí, también, de director de orquesta. «Fue ver el Leo que no conocemos», comentó el diario Olé. Nicolás Otamendi, el defensor del Manchester City, grabó las escenas con su teléfono y no tardaron en replicarse. «Y no me importan lo que digan esos putos periodistas, la puta que los parió, oh, oh», se escuchó cantar a un plantel que se sentía acosado. Hubo sabor a revancha. Messi los había callado a todos.

«Fue el Maradona del 86», dijo el presentador televisivo Diego Díaz. «Estoy pensando en los miserables que erraron el pronóstico, ¿cómo deben estar ahora?», se preguntó el comentarista Mariano Closs después de gritar los goles hasta la afonía. Uno de ellos, Martín Liberman, dijo que nunca había sido agresivo con sus críticas. «No soy cambiante como todos los demás. Menos mal que lo tenemos. Lo que le pedí es lo que hizo. Nunca le dije pecho frío».

El presidente argentino, Mauricio Macri, lo llamó por teléfono para felicitarlo. «No hay discusión. Messi deslumbra siempre». Maradona guardó sus querellas con Jorge Sampaoli y expresó su alegría. «Estoy feliz por él, por un amigo como él se haya clasificado para el campeonato», lo saludó Neymar, desde Sao Paulo.

Oscar Ruggeri, campeón mundial en 1986, lo esperó en el camarín y le dio un abrazo. «Qué partido jugaste», le dijo al diez. «Gracias, hijo de puta, no sabés la alegría que tengo», dijo que le respondió Leo, antes de irse a cantar victoria. Después de cambiarse, Messi volvió a hablar con la prensa tras meses de silencio. «Fue un desahogo porque la veíamos muy difícil. Conseguí paz para mí y para el fútbol argentino. No nos merecíamos no estar… Tenemos la oportunidad de soñar». Y con él, sueñan millones.