Todo fue superlativo la tarde del Mineirazo. La mayor derrota en las Copas, la semifinal más humillante... Podemos gastar líneas y más líneas enumerando todos los récords negativos. El Mineirazo, en números, es insuperable en sí mismo. La madre de todas las vergüenzas. Pero ya tuvimos martirios mayores. Se hace hasta difícil medir el tamaño del Maracanazo. Vencer la Copa del 50 significaba convertirse en una nación grande y solo bastaba un empate con Uruguay delante de 200.000 espectadores. Era sencillo. Pero se falló.

Brasil entero quedó, no con la sensación, pero sí con la certeza absoluta de que nunca más seríamos nada. Y lo fuimos. Ocho años después ya éramos alguien. Y seríamos algo más importante. En 1982, la bofetada no fue menor. Teníamos un tricampeonato para llamar de nuevo y un equipazo. El fútbol se había afeado después de 1970 y la generación de Falcao, Zico y Sócrates lo habría hecho todo más bonito de nuevo. Belleza y eficiencia en un mismo equipo. Nos equivocamos. Rossi lo rompió todo.

En comparación con el Maracanazo y la Tragedia de Sarriá, el Mineirazo del 2014 parece café pequeño. Vergüenza, humillación, sí. Pero tragedinha desde el punto de vista de las consecuencias. Las mozas pintadas de verde y amarelo borraron el maquillaje, los niños lloraron. Triste todo. Solo que los mismos que ahora lloran saben que venceremos de nuevo algún día. Que no fue el fin.

La dimensión de la catástrofe puede ser determinante para el inicio de algo. El 7-1 es la medida de nuestra arrogancia. Seguimos creyendo en la capacidad de improvisar de nuestro fútbol. No nos gusta entrenar, ensayar, repetir acciones. Vamos a confiar en la magia, en nuestra alegría en las piernas. Un gran plan A necesita de un plan B. Y si todo sale mal, balón para un Ronaldinho o un Neymar cualquiera. Tal vez, el 7-1 sirva para algo. En 1950 y en 1982 parecía que se terminaba el mundo. Y no, fue ahora cuando se acabó de verdad.