Papu, Oyarzun, Guti, Borja, Buff, Benito, Ángel, Delmás, Toquero, Zapater, Pombo, Eguaras... Quien más quien menos ha recogido elogios en los siete partidos oficiales que ha disputado el Real Zaragoza, menos la portería y un eje defensivo que ya ha empezado a ganar con la aparición de Mikel González. Tampoco Javi Ros, tan esforzado en la suma de kilómetros como desmañado con el balón. Los nombres propios se han ido escalonando en las alabanzas, y entre bastidores se imagina la silueta de un equipo novel que quiere dar el salto al escenario como protagonista. Está el personal muy satisfecho con la Copa y no demasiado inquieto en la Liga pese a que se ocupe posición de descenso. Es éste un estado de fluctuaciones de ánimo y dientes de sierra de rendimiento, el Real Zaragoza sigue cociéndose todavía a fuego lento en el puchero de Natxo González. Se dejan ver futbolistas con clase y un juego alegre que se han estrellado contra rivales que han propuesto batallas reales. Mientras no consiga ser un bloque más homogéneo, su futuro se mantiene en cuarentena, en la incertidumbre que provocan las promesas por cumplir.

En la elaboración de un producto de regular competitividad, la titularidad definitiva de Christian Álvarez supone un aval de considerable credibilidad. El cuerpo técnico tenía muy claro que, en cuanto se pusiera en forma, la titularidad le pertenecía. Y así ha sido. Álvaro Ratón estuvo firme, muy en su sitio, en ese capítulo dramático de la temporada pasada, con el descenso amenazando la supervivencia de la institución. César Láinez confió en él y el chico respondió con entereza. No se le recuerdan errores graves y sí paradas muy notables, pero su anclaje bajo el larguero y un insuficiente juego con los pies, cuestiones que con su juventud puede mejorar con trabajo, hacían que sus compañeros y el público contuvieran la respiración si era exigido en ambas suertes.

De Christian Álvarez no se han escrito o dicho grandes cosas. Sin embargo, en los tres encuentros en los que ha participado, el argentino merece el ensalzamiento que le corresponde, posiblemente el más alto hasta ahora junto a Borja Iglesias. Porque, después de mucho tiempo, desde la última campaña en Primera con Roberto Jiménez, el Real Zaragoza ha dejado de llorar por un portero de garantías, de personalidad. Fallará alguna vez con estrépito como lo hacen los goleadores porque ocupa el cargo de mayor responsabilidad, y en ese espacio sacrosanto los errores se premian con la crucifixión. Se han inventado mil rituales de danzas y gestos para celebrar los goles; ninguno todavía para saludar una parada magnífica o un penalti detenido. Como mucho, un palmadita en la espalda. La sobriedad en el reconocimiento no impide comprobar que con Álvarez se ha contratado un sólido sistema de seguridad.

En pocos minutos y poco exigidos en la Copa y de máxima alerta en Lugo, ha dejado su portería a cero en dos ocasiones. Y lo ha hecho como se descubre a los profesionales de alta cualificación en la portería: cuando no pasa tren alguno en horas y de repente hay que atajar al AVE por sorpresa. Su exhibición de reflejos y velocidad de reacción en media docena de oportunidades han provocado admiración. Hay más. Mucho más. En coyunturas de normalidad, contagia calma, tanquilidad y carácter. No hace falta volar de escuadra a escuadra para aglutinar los focos. Con estar donde se debe es suficiente.