Banderas hasta en las ventanillas de los taxis, camisetas de cada uno de los cinco mundiales conquistados, niños soñando con Pelé y Neymar, la samba y la alegría. No se puede ocultar, los brasileños tienen el fútbol corriendo por las venas, forma parte de su ADN. Después de siete años de espera, cerca de 10.000 millones de euros invertidos, tres millones de entradas vendidas, los atrasos y las manifestaciones, los brasileños tendrán finalmente su Mundial. Una fiesta alterada por la crisis que se abrirá con el Brasil-Croacia.

En realidad, son 64 los años que ha esperado para organizar su segunda Copa del Mundo. En la mente de todos queda la espina que dejó clavada la Uruguay de Alcides Ghiggia en una tarde trágica allá por 1950: el maracanazo. Para la mayoría, lograr el hexacampeonato en el mítico estadio de Río de Janeiro merece todo el esfuerzo y el tiempo invertido en la organización.

Pero la fiesta que se vive estos días en las 12 ciudades sede no puede ocultar la tensión latente y el nerviosismo de los políticos brasileños. Una clara muestra de esta dualidad se da en Sâo Paulo. Las pantallas gigantes instaladas en sus grandes plazas no pueden disimular que la ciudad se ha convertido en un hervidero social. Tras la tregua de dos días en la huelga de metro, donde los sindicatos decidirán si reanudar o no el parón, los paulistas no saben si el estreno de hoy será una fiesta o un auténtico descalabro. Una posibilidad muy real si pensamos que cuatro millones de personas dependen de este medio de transporte.

DISCURSO EN EL AIRE

Consciente de la incertidumbre, el martes y en horario de máxima audiencia, la presidenta Dilma Rousseff quiso mandar un mensaje televisivo de calma y optimismo a sus paisanos. «Para cualquier país organizar un Mundial es como disputar un partido de los difíciles, con prórroga y penaltis. Brasil venció los obstáculos, dentro y fuera del campo, y está listo para el Mundial», aseguró.

Sin embargo, la solidez del discurso de Dilma oculta que la presidenta ha tenido que doblar las rodillas para negociar uno por uno todos los problemas que han ido apareciendo y que podría verse forzada a renunciar al discurso presidencial durante la ceremonia de apertura del torneo, prevista a las ocho de la tarde de hoy en el Arena Corinthians. Tanto ella como el presidente de la FIFA, Joseph Blatter, temen una posible pitada histórica de la torcida. «A la única que queremos oír en la inauguración es a Jeniffer Lopez», cantaba un grupo de aficionados brasileños en los alrededores del Itaquerao, como se conoce en la capital paulista al estadio de la apertura.

COLECTIVO ANTICOPA

El talante más dialogante de Dilma parece estar funcionando y los fuegos que atizaban varios frentes comienzan a apagarse poco a poco. El acuerdo alcanzado con los representantes del Movimiento de Trabajadores Sin Techo (MTST) fue anunciado por la presidenta y el alcalde de Sao Paulo, Fernando Haddad, como un gran éxito. No es para menos sabiendo que el colectivo preparaba una marcha masiva de 10.000 personas para bloquear los accesos al Arena Corinthians antes del partido de Brasil. La desmovilización del MTST, que desde hace semanas se ha mostrado como el colectivo más activo en las protestas anticopa, se conseguirá a cambio de la construcción de viviendas populares en el terreno en desuso que miles de familias del MTST ocupan desde hace varios meses cerca del estadio y un subsidio de 30.000 euros para cada hogar construido.

Una victoria importante pero parcial. Por desgracia para Dilma el «Gran Acto del 12 de junio. No Habrá Copa», continúa programado por otros seis colectivos populares (Foro Popular de Salud, Contra Copa 2014, Territorio Libre, Anonymous Brasil, No Habrá Copa y el Partido Pirata) y, al igual que pretendía el MTST, intentará impedir el acceso de los aficionados al estadio. Aunque no habrá sorpresas, el Gobierno brasileño cuenta con ello y la prueba es que ha invertido más de 600 millones de euros y 170.000 policías para garantizar la seguridad en los 64 partidos de las 12 ciudades sede.

Una vez más, en Brasil las cosas salen bien justo en el último momento. Solo la posible huelga de metro en Sâo Paulo podrá aguar la fiesta del fútbol. Por si acaso, los aficionados brasileños que ayer cantaban en el metro lo tienen claro: «Si hay huelga saldremos a las 9 de la mañana hacia el estadio. Eso sí, cuanto más tiempo tardemos más abucheos recibirá Dilma». Empieza la fiesta, pero nadie sabe como acabará. Ni dentro ni fuera del campo.