Las razones más importantes para no perderse en televisión la última etapa del Tour son dos: el esprint imperial de los Campos Elíseos y los actos protocolarios. Ese esprint, el más buscado por los llegadores de la carrera, es el único que se puede seguir en paralelo, con la cámara de una moto,pudiendo observar de manera formidable, con referencias exactas, la gestión que realizan los locos del esprint en los últimos cien metros. Lo que más tarde ocurre en el podio es todo un espectáculo, único por la escenografía, por el incomparable emplazamiento y por la etiqueta.

En el guion no caben bebés disfrazados de ciclista en brazos de su padre, tampoco la chusca imagen de los surtidores de cava con chicas-burbuja en mono de licra.Por el contrario, este año se ha introducido la oratoria del ganador al estilo Roland Garros. Nibali acaparó ese universo de color y seriedad de forma incontestable. Ha tenido que oír durante todo el recorrido que si Contador, que si Froome...

Ha gestionado la carrera de forma insuperable. Ha ganado cuatro etapas y realizó una contrarreloj final para quitarse el sombrero. Me niego a especular lo que habría pasado con otros rivales en carrera. Solamente diré que en su curriculum constan siete podios en las tres grandes vueltas. Igual número que Contador, incluidas esas victorias de Giro y Tour en las que se tragó el clembuterol. Froome, más joven, solo tiene tres. En su carrera Nibali ha ido acumulando como una hormiguita victorias y podios. Ayer cerró un ciclo que le sitúa entre los ocho mejores corredores que ha tenido Italia, en un plano de igualdad con cualquier estrella ausente.