Centenario con final feliz pero con poco que celebrar. La cifra redonda que el Zaragoza alcanzaba ayer en el continente quedó pronto oculta bajo el aspecto de condena, como si en lugar de una fiesta, La Romareda se encontrara sometida a un castigo de cien partidos y un día en grado de incomunicación con el buen fútbol. Dos cartelitos recordaban la efemérides blanquilla ahogados entre publicidades y peñas zaragocistas, entre un maremágnum de letras y colores, convertidos en invisibles ante el público.

La megafonía recordaba la historia, preparaba la fiesta, pero la grada prefería centrarse en el propio partido y en cómo ganarlo, porque en la memoria quedan demasiado recientes las peores europesadillas , que suelen producirse cuando, como ayer, parece que el rival va a ser fácilmente batible y que la siguiente ronda está a la vuelta de la esquina.

Atento a todo

El dato, la estadística, pasan pronto al olvido y las emociones, volubles como el juego que las provoca, cambian de la euforia a la desesperación en cuestión de segundos. La penitencia en la que ambos equipos fueron sumiendo a la grada se tornó impaciencia porque no era comprensible que el Zaragoza llegara tan cerca y se quedara tan lejos del peligro.

En esas circunstancias, el más activo sobre el césped, el único liberado de los grilletes del aburrimiento, fue el cuarto árbitro, atento incluso al vuelo de una mosca, implacable con Víctor Muñoz cada vez que la punta de uno de sus pies osaba rebasar la línea que delimita el área técnica, y estricto con el reglamento hasta el punto de intentar impedir que los jugadores del Zaragoza circularan por la banda sin un peto homologado para calentar como es debido. Ninguno de ellos le hizo mucho caso. Especialmente Generelo, que tenía que prepararse bien para acabar dejando a la estadística el frío pero alegre dato de que el partido del centenario acabó en victoria.