Al noroeste de Rosario se extiende Empalme Graneros. Atrapada entre vías de ferrocarril y el Arroyo Ludueña, la crecida de este nervio del río Paraná no dejaba dormir a los vecinos de este embudo de la urbe argentina en las noches de tormenta. Hasta que con la gran avenida de 1986 dijeron basta. Unidos, la barriada de sangre obrera gritó ‘Nunca más inundaciones’ y obligó al gobierno municipal, ese que tantas veces les había dado la espalda, a construir un aliviadero fluvial que desviara las aguas. «Varias veces hubo crecimiento del Paraná e inundó al barrio. Muchas veces el agua nos agarró durmiendo, pero gracias a Dios no pasó nada y nos hizo fuertes». Habla un chico humilde de Empalme Graneros, otro vecino que elevó el puño ante la adversidad y no se rindió nunca. Y triunfó. Habla Luis Ezequiel Ávila. El Chimy.

El barrio tatuado en la piel, esas calles de polvo donde empezó a jugar con tres años. Campos de origen y lucha como enseñanza de vida. Como esa guerrera que luce en el brazo en honor a su madre, esa que le indicó el camino hacia el futuro con su ejemplo mientras cargaba con nueve niños a la espalda tras un divorcio. Ese carácter heredado, esos golpes bajos de la vida, han endurecido a Ávila en unos 24 años de cuerpo que parecen millones en el alma. «Lo positivo es que uno en el barrio decide qué camino tomar, ser un trabajador normal o dedicarte al robo. Yo decidí hacerle caso a mi padre y mi madre y sacrificarme al máximo», dice el delantero del Huesca, que tampoco se rindió cuando Rubí no le ponía. Esperó atento su oportunidad, una lesión del Cucho, y sacó el fusil para marcar seis goles vitales para el ascenso.

Las piruetas que da la vida. Como ese giro para enganchar la volea agarrada del aire de San Mamés para romper la red y la garganta de la afición del Huesca. Ese empate de remontada en Bilbao que le ha puesto en el mapa de Primera y empujado un poquito más en el corazón de El Alcoraz. Encima justo antes de ir a Barcelona. A visitar al vecino Messi, otro rosarino como Banega (Sevilla) o Correa (Atlético), el más famoso, el ídolo. «Es algo muy lindo jugar con el mejor del mundo, tenerlo al lado. Trataremos de hacer un buen partido. ¡Quién no quiere jugar junto a esa bestia!», explica. «Me parece que él se va a venir a mí (ríe). ¡No!, me voy a arrimar yo, a mí no se me acerca ni mi hija. Me acercaré y le diré: ‘Gracias por ser argentino’».

Leo Messi es dios en Argentina. Esa divinidad mortal de calle La Bajada, a unos diez kilómetros escasos al sur de Empalme Graneros. Dos jóvenes santaferinos que emigraron pronto a Barcelona con distinta fortuna. Chimy fichó con 17 años por el Espanyol apadrinado por Mauricio Pochettino. Duró seis meses. Solo, anhelando a la que ahora es su mujer en sus primeros días de noviazgo, el éxito del salto a Europa no fue tan enorme como el de La Pulga. Tiro Federal y luego San Lorenzo de Almagro serían las siguientes estaciones de espera a la gloria en un vaivén de carrera en la que hubo un antes y un después personal y profesional: la paternidad.

El nacimiento de su hija Luneila cambió la vida del Chimy. Literalmente. Desde el sufrimiento. La primogénita llegó al mundo con un virus respiratorio que hizo que el jugador se agarrara a la religión, rezando junto a su mujer por la recuperación de la pequeña. En este acto de fe se abrazaron hasta que la vida acarició a su niña y abrió en esta creencia una ventana hacia un futuro esperanzador como futbolista. «La pasamos muy mal. Nos agarró en un mal momento de mi carrera. Fue donde más me empecé a aferrar a Dios. Hizo un milagro con mi hija y con mi carrera», insiste este punta que se considera creyente. La buenaventura trajo su impulso como goleador y una segunda joya en la familia. Llegó Zoemi. «Sus nombres no tienen significado, solo que su madre no me dejó elegir», bromea.

El abrazo al catolicismo le llevó hasta San Lorenzo de Almagro. Allí, en el Ciclón de Boedo, le esperaban un Papa y un Santo. Jorge María Bergoglio, hincha del ‘Cuervo’, presidente de honor e hijo de un jugador de baloncesto del club antes de representante de Dios en la Tierra, estrechó en 2016 la mano del Chimy en el Vaticano. «Hicimos un partido benéfico ante la Roma y estuvimos con él. Fue algo inolvidable. Uno nunca se olvidará. Saber de dónde vienes y abrir los ojos y encontrarte allí es como que no quieres despertar del sueño», recuerda de su visita al Papa Francisco.

El Santo peinaba flequillo. En San Lorenzo coincidió con un portero que pocos meses después ficharía por el Huesca iluminándole el camino del destino. Esa temporada con Leo Franco, su actual técnico, fue vital para su futuro en la ciudad, de la que se ha enamorado. Y la ciudad de él, de sus gestos de humildad y temperamento sincero, como ese día que celebró un gol agarrándose a un recogepelotas o el que donó una camiseta a otro chaval lesionado y sus zapatillas a otro con discapacidad funcional. «Lo mejor de Huesca es su gente», dice.

El chico del barrio ha ascendido a comandante. Su saludo marcial como celebración del gol es una marca personal que nació en la capital oscense, aunque recordando a un familiar. «Tuve un tío que estuvo en Las Malvinas. Mi abuela siempre lo recordaba. Cuando mi hija se iba al colegio yo le hacía el gesto hasta que un día ella me dijo que yo era el comandante de la familia. También se lo empecé a hacer a un amigo guardia civil de Huesca, Chema. Y la gente comenzó a llamarme comandante», narra.

Comandante y de Rosario. El ídolo del pueblo. Ezequiel y Ernesto. El Che y el Chimy. La comparación no parece casual y agrada al protagonista. «Uno de los grandes. Es una figura y una persona que nadie podrá igualar ni parecer. Es único por lo que era, por las cosas que hizo». Como él, seguirá celebrando goles hasta la victoria final, revolucionando los partidos. Cerca de la gente. Sin olvidarse de sus orígenes. Como su barrio. Humilde y luchador.