Que no hay más cera que la que arde lo sabe todo el mundo, pero no justifica, ni de lejos, que el Real Zaragoza no deje de quemar su aliento en este esprint final por la permanencia en la élite. Son jóvenes e inexpertos, falta calidad individual y colectiva, quienes configuraron el equipo lo hicieron vía satélite o con vídeos domésticos y en invierno sólo se ha traído un refuerzo de verdad, Movilla. Todo está dicho y analizado sobre el fracaso de este supuesto proyecto, pero los números explican que el conjunto aragonés tiene un margen razonable para salvarse si suma puntos, hasta 42 sería lo deseable. ¿Cómo? Excelente pregunta.

Las soluciones ya no pasan tanto por el fútbol que se practique ni por las buenas intenciones de Víctor Muñoz, sino por el compromiso que adquieran los profesionales para evitar el descenso, un peligro que amenaza y no por casualidad. Es una cuestión de respeto hacia la afición, de asumir que cada partido, como el de esta tarde frente al Villarreal, hay que afrontarlo como un homenaje sin tregua física hacia esta hinchada que en los 49 últimos encuentros en casa en Primera tan sólo han visto 14 victorias (8 de ellas por la mínima). Este dato debería sonrojar a más de uno, aunque, dadas las circunstancias, sería mejor que lo impulsara hacia un estado de ánimo purificador. La Romareda ya sabe que el espectáculo como diversión es una utopía, pero espera que los futbolistas le ofrezcan una alternativa que consuele sus amargas tardes de invierno. Sangre, sudor y lágrimas sería suficiente, incluso para no volver a Segunda, el objetivo común y único.

AHUYENTAR LOS FANTASMAS Ahora más que nunca hay que recordar la melancolía insoportable con la que el Real Zaragoza se fue descomponiendo en la segunda vuelta de la temporada 2001-2002. Fue una procesión lastimosa de futbolistas descreídos que se dejaron arrastrar por la corriente de la desgracia sin oponer resistencia. Resucitar aquellos fantasmas, aquellas jornadas sin victorias, puede servir para ahuyentar a los que ahora gravitan alrededor de un equipo obligado a releer la historia, su historia (en Murcia ya hubo un amago de deserción). De poco importa quién y dónde juegue, que el Villarreal vaya lanzado hacia Europa y tenga un plantel muy superior y un goleador en racha como Anderson. De poco importa que se utilice un sistema u otro, que las estadísticas sean negativas o favorables, que el pasado se haya convertido en una plúmbea losa. De poco importa si los culpables son Alfonso Soláns, Pedro Herrera o Miguel Pardeza en los despachos ... o la incapacidad del grupo para hacer un gol, o su debilidad defensiva en el juego aéreo, o su falta de capacidad creativa. Lo que de verdad trascenderá en las 14 jornadas que restan será el grado de actitud, que hay que elevar hasta el máximo, y la comprensión diaria de lo que hay en juego: la ilusión de una masa social que, por esos secretos inescrutables del corazón que anteponen la pasión en esencia pura a las nóminas inalcanzables de quienes defiende sus colores de forma temporal, se desvive por el club noche y día. Es su patria deportiva y mucho más, el territorio sin fronteras de un cariño innegociable.

UN EJERCITO 30.000 abonados esperan la reacción a partir de hoy, y, si no es posible, que al menos les quede la esperanza de que puede ser dentro de una semana. Es todo un ejército que también tendrá su papel para trasladar el fútbol o la ausencia de él a la dimensión permanente de los sentimientos. El Real Zaragoza, impreciso, poco certero y bisoño, necesita más que nunca el respaldo en el error, el empujón anímico ante la duda, el aliento fiero de una grada a la que de nada le servirá el gesto crítico. Una nueva petición al sacrificio popular, la enésima. Siempre, claro está, que los chicos se dejen la piel literalmente sobre el campo. Y el alma.