Alejandro Valverde se ha pasado media vida, o más, sobre la bicicleta. Para él hablar de la retirada, aunque tenga 38 años, es como tener un pensamiento impuro. Y en este Tour ha sido absolutamente fiel a su equipo, el Movistar, aunque no se haya divertido, porque él no solo corre por dinero y por amor a este deporte, sino porque siente el ciclismo como una diversión.

A Valverde le habría gustado estar con quien sin duda es el ciclista que más se le parece, bueno en las clásicas, explosivo en las cuestas y un hombre libre en el Tour. Es Alaphilippe, ha ganado dos etapas de montañas, genialmente escogidas porque sabía que los líderes de la general se reservarían para otras jornadas, y que hoy llegará a París vestido con el jersey a lunares.

Él nada dice en público, ni tampoco se queja y, ni mucho menos, protestará. Pero su cara lo delata y gestos que, se quiera o no, son actos impulsivos, que delatan el estado de ánimo. A Valverde siempre le ha gustado pararse tras cruzar la meta y buscar el contacto de quienes transmiten sus sensaciones al mundo. Pero, el subconsciente lo ha traicionado muchos días al dar la vuelta y buscar la protección del autobús del Movistar.

Ha tenido una relación magnífica con Mikel Landa, al que salvó del apuro de perder un tiempo inesperado en Mende. Y ni rechistó, porque no forma parte de su filosofía, cuando le ordenaron en el Portet esperar a Nairo Quintana, que venía decidido, como así fue, a ganar en los Pirineos.

«Venía a lo que venía»

Quizá tiene demasiada ilusión. Pero en este Tour, desde la segunda etapa alpina, la semana pasada en La Rosière, cuando atacó desde muy lejos, tuvo que coger una responsabilidad que lo era todo menos divertida. Ser el escudero (llamarlo gregario a estas alturas es un pecado), el lanzador, el hombre que tenía que desestabilizar el Tour sabiendo, y eso es lo que entristece, que moriría en el intento. «Aquí venía a lo que venía», dice Valverde a modo enigmático. Ahora espera la Vuelta, donde quiere divertirse. ¿Será posible?.