Esto es distinto a todo!». Marc Soler, el ciclista catalán del Movistar, ya ha descubierto el Tour y ya sabe que esta carrera no tiene misericordia de nadie, absolutamente de nadie, y no conoce el perdón ni para los apellidos más famosos, porque hubo un día en el que Anquetil, Merckx, Hinault e Induráin, todos los grandes, fueron devorados por el monstruo de la ronda francesa.

Soler quiso y no pudo. Quería ganar la etapa y escuchaba los gritos de Chente García Acosta, el técnico del Movistar que lo seguía con el coche, y que se quedaba afónico tratando de llevarlo, de colocarlo, de que no perdiera nunca la concentración, porque un día que te escapas, y más en los Pirineos, es para ganar. «Pero el último kilómetro se me hizo eterno». Hablaba Soler de los últimos mil metros del Portillon, justo allí donde se encuentra la curva bautizada con el nombre de Federico Martín Bahamontes.

El Movistar quería muchas cosas en la inauguración pirenaica. Deseaba una victoria del chico de Vilanova, del que triunfó en la París-Niza y del que está creciendo siguiendo los consejos de Valverde. «Aquí estoy aprendiendo todos los días. ¡Aquí todos son muy buenos!». Aquí nadie perdona, ni los jefes que deseaban -de ahí los planes del conjunto telefónico- continuar luciendo el casco amarillo que tanto gusta y que los identificaba como la escuadra, en conjunto, mejor situada en la clasificación.

LA CLASIFICACIÓN POR EQUIPOS

Soler no podía perder la rueda de la fuga porque, de lo contrario, el Bahréin de los hermanos Izagirre (Gorka, segundo en Luchon), los superaría, como así fue en la tabla. ¿Es la clasificación por equipos un premio reconfortante cuando se vino aquí a ganar el Tour? Menos es nada. Cierto. Pero el Tour es el Tour, y aunque subir al podio de los Campos Elíseos vale su peso en oro, aquí se vino a luchar por el jersey amarillo. Y todo otro reto debe ser secundario. Y todavía queda, y mucho, camino lleno de obstáculos donde todo puede pasar. Y puede ocurrir en unos Pirineos que aguardan, hoy y el viernes, el gran ataque de Mikel Landa.

«Por fin no me duele la espalda», indica Landa sonriente en la meta de Luchon. A su lado está Soler, que también es su compañero de habitación. «¡Anda lo que oía por la radio!». Se refería Landa a las palabras de García Acosta. Y el técnico navarro aplica la teoría futbolística: lo que pasa en el campo, en el campo se queda. El Movistar necesita hacer algo grande en este Tour y le quedan solo dos días para intentarlo.

SIN CONCESIONES

Mientras Francia disfrutaba con el ataque final, anuncio de victoria, de Julian Alaphilippe, en la escapada donde había estado Soler, Landa miraba hacia atrás, posiblemente observaba el sufrimiento de algún adversario cercano en la general, y decidía atacar en los metros finales del Portillon. Pero había mucho Sky por los alrededores, demasiados, y rivales que no conceden privilegios a nadie. Quien quiera atacar que se lo gane a pecho. Del décimo o el undécimo puesto de la general, el que demarre que sea por potencia y porque es el más fuerte de todos. Obsequios, los justos.

Aquí no se regala nada. Si el ciclista se va al suelo cuando tiene todos los números para ganar es cuestión de mala suerte, de tomar la curva por el lado equivocado o por no apretar los frenos suficientemente. Es lo que le pasó a Adam Yates, quien venía para quedar entre los primeros y que se encuentra descolgado de la general tras unos Alpes desastrosos. Alaphilippe lo perseguía desbocado y Yates se estampó contra el suelo. No hubo lágrimas, pero sí sangre en el codo y un susto de aúpa que ya le impidió seguir luchando por la etapa y lanzarse tras el ciclista francés que, por supuesto y como debía ser, no se paró a esperarlo.

Como tampoco nadie aguardó a Philippe Gilbert, el ídolo de los valones. Protagonizó el gran susto de este Tour, en el Portet d’Aspet, en el puerto en el que se mató Fabio Casartelli, campeón olímpico en Barcelona, en 1995. La bici impactó contra un muro de piedra y él salió disparado hacia el abismo. Al final de la etapa las imágenes de la televisión francesa mostraron un terreno en el que no destrozarse la cabeza era puro milagro: pedruscos como armarios, raíces que parecían árboles. Y Gilbert solo se magulló el codo. Más sangre y el gesto del corredor con el pulgar hacia el cielo, que lo protegió, para que su familia supiera que estaba sano y salvo. Fueron un par de minutos de incertidumbre, pero el corazón del Tour se encogió pensando lo peor. «He aterrizado sobre las piedras y en el primer momento he pensado que estaba hecho pedazos, pero finalmente estoy bien y agradezco a todos los que me han ayudado a volver a la carretera. Ha sido un error mío en la trayectoria al entrar en la curva», explicó el ciclista tras el gran susto.