No mete un gol, no da una asistencia, no lanza faltas ni potentes ni curvadas hacia las escuadras, no ha jugado --salvo en el Atlético y no demasiado tiempo, en un equipo de relumbrón--, y, a sus 29 años, sólo puede presumir de haber estado cuatro temporadas en Primera División, dos de ellas en el Málaga y media en el Real Zaragoza. No ha vestido ni en un amistoso la camiseta de la selección española. Es pequeño, calvo-rapado y de Leganés, un tentáculo sureño del gran Madrid en donde ejerció de barrendero en sus peores tiempos, cuando se planteó, desencantado, dejar el fútbol profesional.

Sería, seguramente, el último a quien recurriría un cazador de iconos metrosexuales para anunciar colonias, ropa de marca o un coche deportivo. Pese a ese currículum de jugador de media tabla y su escaso atractivo como gancho mediático de quinceañeras o jóvenes con poder adquisitivo, José María Movilla esta a un solo paso de fichar el club aragonés a precio de crack deportivo, a precio de modelo de pasarela internacional, como reverso ineludible de las carpetas de los estudiantes rendidos sin condiciones al ídolo.

La cantidad a desembolsar, a primera vista, puede parecer excesiva (1.500 millones de pesetas para resumir entre nómina con incentivos y traspaso), pero el fenómeno Movilla se justifica en contra de las tendencias actuales de este deporte y a favor del futbolista íntegro, de la pieza que encaja como anillo al dedo no por las promesas de su brillo, sino por la perdurabilidad y calidad de su materia. Es una apuesta por la rentabilidad del eslabón imprescindible para mover la cadena de producción.

Su belleza está en la simplicidad con que ejerce su profesión, en su habilidad para desatar nudos en una zona del campo donde todos corren con el cerebro cosido a la versión más arcaica de la disciplina. Hace una lectura visual del rectángulo, elige siempre la sala de maniobras y allí nadie le tose. Dirige y combate, se ofrece y ofrece. En definitiva, la pelota comienza a vivir en sus pies.

Partido memorable

Vino en diciembre pasa salvar al equipo aragonés del descenso y lo logró. De premio, le birló una Copa al Madrid, su enemigo del alma como fogoso y declarado hincha del Atlético, en un partido memorable, con una actuación que rebajó a Beckham, Zidane y Guti a meros aprendices de cómo deben manejarse las situaciones difíciles. Así sedujo a toda la afición, a la prensa, a Víctor Muñoz y a Miguel Pardeza. La unanimidad se reflejó en la grada con el popular "¡Movilla quédate!", pero se marchó al Manzanares, donde le cantaban las sirenas de la ribera la misma canción. Tras más de dos meses de negociaciones y a la espera de un final feliz definitivo, volverá a La Romareda este jugador al que sería un error calificar como atípico sobre el campo. Un entrenador con mil dioptrías en cada ojo lo situaría de mediocentro. No admite dudas su posición, vital para el Real Zaragoza, un conjunto muy cojo en esa posición desde que Santi Aragón empezó su declive después de componer sinfonías en solitario durante diez años.

Movilla no es una artista pero pinta que da primor. No pertenece a la raza de contenedores hercúleos, sino a la de guerrilleros callejeros. Duro y sensible. Un genio sencillo a precio de estrella.