Suelen ocurrir este tipo de cosas: cuando todo pinta negro, sale el arcoiris para que lo golees. El Real Zaragoza estaba acongojado bajo el paraguas, con la responsabilidad de vencer por obligación para no acentuar la crisis y caer en una depresión muy peligrosa, en una estado de inseguridad que le hubiera puesto en la recta final con los cuatro neumáticos pinchados en caso de un resultado negativo. No tuvo que apelar a nada, si acaso a estar ordenado dentro del campo y a cazar a un jilguero dentro de la jaula: el Nástic le ofreció pasillos, caminos y autopistas, justificando los porqués de su agonía en la clasificación. Nunca cobró peaje con una defensa infame en la primera mitad, lo que duró el partido. El equipo de Víctor Fernández se fue al descanso con todo resuelto fruto de una acierto notable ante las concesiones y regresó tan solo con Cristian Álvarez para hacer frente a una segunda mitad vulgar, sin tensión ni ambición. Un tiempo relleno de vacíos y de varias paradas de mérito del guardameta argentino.

Lo importante eran los tres puntos y se sumaron. No está el Real Zaragoza para lucirse por ninguna pasarela como para exigirle además que vista sus triunfos con elegancia. En un pulso de huérfanos del gol (el peor realizador a domicilio y el peor como local), cayó una tormenta de tantos desde el primer trueno, un balón perdido tras un córner que Verdasca envió a la red cuando el partido se desperezaba del pitido inicial. Un central al rescate, con sus colegas del Nástic dormidos en los laureles. El cuadro catalán se cayó redondo, sin un pase correcto, con una presión de tono bajo del Real Zaragoza, ganador de todos los segundos balones y de los terceros. Pep Biel, en una diana espectacular, hizo explotar su zurda para aumentar las diferencias y Delmás, quien poco antes había pisado el punto de penalti sin acierto, se coló entre los maniquís de Enrique Martín hasta definir dentro del escaparate con un zurdazo colocado. No hicieron falta ni Álvaro, ni Linares, ni Soro... Tampoco Pombo, que entró en el momento justo para brillar y solo se supo de él por la megafonía del estadio en el cambio y por una mano de Bernabé que le negó una porción de gloria.

En uno de los episodios más amargos de la historia del club, el Nástic fue un caramelo con el que endulzar la futura salvación, que ahora se vislumbra a la vuelta de la esquina. Un dulce regalo que sin embargo nunca tuvo azúcar. Porque una cosa es valorar la trascendencia de la victoria y otra bien distinta elevar un monumento en su memoria. En la de nadie del club. El Real Zaragoza ni siquiera jugó bien porque no le hizo falta. Se presentó en La Romareda y vio cómo el Nástic se ataba a las vías del tren. Sin detenerse, pasó por encima y no miró atrás. Atropellado el suicida, le guardó luto con una segunda parte fúnebre.