Todo aquel que haya pisado alguna vez la plaza Roja de Moscú lo sabe con certeza: es un lugar mayestático, imponente, grandioso, el marco perfecto para celebrar desfiles militares, pero muy probablemente uno de los peores escenarios del mundo donde jugar un partido de fútbol. Incluso para el turista ocasional resulta arduo caminar sobre esa pétrea superficie de adoquines negros, con amplias separaciones entre sí.

Nikolai Starostin, el legendario presidente del Spartak de Moscú, uno de los escasos clubs soviéticos que no surgieron impulsados desde las instancias del Estado, ya fuese el Ejército, los servicios secretos o los mismos ferrocarriles, desafió a las leyes de la naturaleza en 1936. En julio de ese año, con ocasión del Día de la Cultura Física, el más renombrado directivo de este club moscovita se propuso la arriesgada tarea de introducir a Stalin en el deporte rey con un partido de exhibición al pie mismo del Kremlin.

Era una apuesta arriesgada. El balompié es una disciplina repleta de imprevistos y ciertamente inadecuada para una jornada deportiva de marcado sabor soviético, donde proliferaban los desfiles y se ensalzaban las virtudes en boga en la URSS: disciplina, orden y colectividad. Una lesión de un jugador debido a una mala caída, un balón despejado que impactase en el público o, peor incluso, en alguna de las autoridades en el palco, y todo se iría al traste. La preparación del encuentro fue supervisada con minuciosidad por Starostin, y no estuvo exenta de sobresaltos, según relata Mario Alessandro Curletto en su libro ‘Fútbol y poder en la URSS de Stalin’. Tres centenares de atletas del Spartak procedentes de otras disciplinas deportivas se encargaron de tapizar la rugosa superficie con un manto de fieltro pintado de verde. Los dos conjuntos en liza, el primer y el segundo equipo del Spartak, habían pactado jugadas vistosas, abundancia de goles y tantos marcados a balón parado durante 20 minutos. Aleksándr Kosarev, líder de las juventudes comunistas y defensor del Spartak, se había colocado estratégicamente junto a Stalin con un pañuelo blanco, que agitaría en caso de que el dictador se aburriera.

Finalmente todo salió a pedir de boca, permitiendo el despegue definitivo del fútbol en la URSS. El líder soviético se mostró en todo momento divertido e incluso hubo que prolongar el encuentro unos minutos más, obligando a los futbolistas a improvisar jugadas no pactadas. Y las tentativas de sabotear el experimento por parte de los servicios secretos, patrocinadores del Dinamo, club rival del Spartak, fracasaron.