Paco Flores eligió una forma de jugar --o de no jugar-- para desorientar al Atlético de Madrid, lo que consiguió con creces, y traicionó su plan en la recta final del partido, cuando vio que el Real Zaragoza carecía de cualquier argumento mínimamente serio para ganar. Lo que antes había sido indigerible pero lógico hasta donde aguante el estómago del espectador, sin una gota de fútbol y con un patrón de claro matiz militar por el rigor de la disciplina y el orden tácticos, pasó a ser un correcalles infantil con los cambios. En ningún caso se vio asomar la posibilidad del triunfo: ni con el trivote defensivo primero ni con Cani y Corona en el campo después. Puede que las limitaciones de la mayoría de sus jugadores tuvieran también mucho que ver en el caos.

Dio la sensación de que el técnico tenía las cosas muy claras antes de empezar el choque, pero o se hartó, como todo el mundo que se dio cita en el estadio, del horror que estaba presenciando o dudó de si había hecho lo correcto. La cuestión es que desechó el armazón de cemento donde había atrapado al Atlético de Madrid y al propio Zaragoza y eligió una opción más ligera con la presencia de Cani por Soriano. Se abrieron los pulmones del encuentro, intoxicados por un atasco monumental en el centro del campo, pero también cogió aire el conjunto de Gregorio Manzano para el contragolpe. Como para esa hora los dos equipos habían aniquilado sus fuerzas y su imaginación, el empate final se dio por bueno. En la grada hubo que sujetar a varios aficionados para que no se hicieran el harakiri.

NOCHE CERRADA La noche se cerró a las primeras de cambio. Flores apostó por el once que había ganado en Pamplona con la única novedad de Cuartero por Rebosio, una equipo de contención, de control, de presión, de sorpresa aislada. Al Atlético, de paladar fino en ataque, se encontró con un estropajo en la boca, un enemigo que le absorbió el cerebro aunque para ello renunciara al suyo. En igualdad de condiciones, es decir con la mente encarcelada por el músculo gris y la pelea física, el encuentro se puso espeso y la pelota recibió por ambas partes un maltrato digno de denuncia en el cuartelillo.

A la falta de precisión zaragocista se unió el Atlético, sumido en una absoluta depresión, con Ibagaza, Novo, Paunovic y Torres aturdidos y fallones por los marcajes y la falta de espacios. Por encima de la mediocridad general y del trabajo industrial se elevó un protagonista insospechado. Generelo se soltó la melena y, además de cumplir con su papel secante, aportó coherencia en el toque y un gran criterio para distribuir el balón en corto y en largo. Con Ponzio en plan peonza alocada y Soriano desenganchado del juego salvo para saltar de cabeza y facilitar la vida de Villa, Generelo razonó en la zona de elaboración, es decir halló agua en el desierto.

Ni ocasiones, ni una acción que llevarse a la memoria. Si acaso un par de intervenciones de Láinez a los pies de Paunovic y Torres y un tiro lejano de Ponzio que obligó a Juanma a estirarse más allá de los límites del cuerpo humano para evitar el gol. El partido se moría de raquitismo aunque con la seguridad egoísta y quizás miserable de que un punto no estaba mal y que podían llegar los tres si Villa --sólo él-- marcaba en una acción personal. Entonces Flores descartó la pesada maquinaria en la que había creído y metió a Cani. El chaval dibujó dos notas de talento y poco más, y el Zaragoza se fracturó. Ni pegó ni le pegaron porque las defensas aún eran las reinas de la noche, de una noche terrorífica. Sería dehonesto frotarse las manos por un empate que pudo dejar viudas de haberse consumado algún harakiri en las gradas.