Dice que lleva el veneno del fútbol dentro desde niño, cuando se colaba en Torrero para ver al primer Zaragoza, y que con 93 años no se pierde un partido. Juan Antonio Gracia no solo lo ha visto todo sino que ha sido un testigo excepcional: como capellán del Real Zaragoza fue y es amigo de jugadores, entrenadores y presidentes. Dice que lo mejor que ha visto son los Magníficos y que el mayor talento fue el de Carlos Lapetra.

Sigue siendo el capellán del club, una figura ya en desuso. «Mi nombramiento no me lo dio el club sino el arzobispo, mientras el arzobispo no me lo quite... Lo cual no quiere decir que ejerza, porque no se parece en nada lo que era un capellán en aquellos tiempos, cuando era algo, representaba algo», explica. Juan Antonio Gracia fue un hombro en el que apoyarse en los malos momentos, un amigo con el que festejar los títulos, con el que poder hablar de lo divino y de lo humano. «Era uno más de ellos», indica. Fue mucho más que un cura, un protopsicólogo en una época en la que esa figura no estaba ni en la imaginación de los rectores de un club deportivo.

Primero fue el fútbol. «Éramos una familia humilde y no nos lo podíamos permitir. Me colaba en Torrero con mi tío Nicolás, que era socio. Cuando no estaba mi tío me iba a lo que llamaban entonces el tendido de los sastres, que era una loma que había detrás del gol sur desde donde se veía todo el campo. Y alguna vez saltaba la tapia y me colaba», recuerda con total nitidez. «El equipo era Lerín, Gómez, Alonso, Pelayo, Municha, Ortúzar, Ruiz, Amestoy, Olivares, Tomás y Primo. Después de la escuela nos íbamos a ver el entrenamiento de los jugadores. Simón, que era el encargado del material, nos dejaba entrar y Tomás, que era muy bueno con los chavales, se quedaba a jugar con nosotros, a ver desde qué distancia le metíamos gol», rememora.

Después vino el sacerdocio. Estudió en Salamanca y, de vuelta, fue destinado en el Arrabal y se abonó al Zaragoza. Se levantaba a las 6.00 para dar misas, subía a Torrero después de comer y, por la noche, cubría el servicio de enfermos para compensar. Pero en junio de 1956 los obispos españoles recordaron que los sacerdotes tenían prohibido asistir a espectáculos públicos, entre ellos el fútbol. Juan Antonio Gracia se puso en contacto con el arzobispo y llegaron a un acuerdo, podría asistir a los partidos si daba unas charlas a los jugadores durante la cuaresma. El sacerdote escribió al presidente del club, Cesáreo Alierta, y así fue como el 17 de julio de 1956 fue nombrado capellán.

«Entendí la capellanía como una empresa humana, a mí no me interesaba el fútbol, interesándome como me interesaba el resultado y habiendo disfrutado de determinadas épocas. Pero a mí me interesaba el hombre, así que tuve mucha relación con el hombre y con las familias, a la mayoría los casaba, a Reija, Sigi, Bustillo, Planas..., bauticé a sus hijos y les acompañé en las circunstancias dolorosas y gozosas. Cuando alguno fallaba un penalti decisivo, después iba a verlo. Como he ido a ver a todos los entrenadores que han echado cuando los han echado, porque era un momento difícil», explica.

Juan Antonio Gracia acompañaba también al equipo en las concentraciones en Cogullada y en algunos viajes. «Cuando estaban en concentraciones procuraba darles un poco de formación. Un día comentábamos un libro, otro una película, otro hablábamos de la vida. Ellos sabían que en cualquier momento podían acudir a mí y yo sabía que podía ir a ellos como un amigo, pero que era cura. Sabiendo además que tenía una gran independencia porque nunca he tenido sueldo del club». También vivió una época en París, en la que se compraba L’Equipe cada lunes para ver el resultado del Zaragoza. «Oteaba el mundo futbolístico por encargo del presidente. He sido periodista deportivo, tenía un carné que me permitía entrar en todos los estadios del mundo. Iba a Colombes, al Parque de los Príncipes, y en el estadio olímpico vi jugar a Pelé con Brasil y vi entrar a Bahamontes campeón del Tour de Francia», explica.

Lo ha visto todo y no duda ni un segundo. «Lo mejor, los Magníficos. Unos partidos tan sublimes, que me acuerdo de muchos de ellos, no de uno. Yo estaba en la fila uno, con el médico, y decía, me da vergüenza no pagar por un espectáculo tan fantástico, tan extraordinario», recuerda aún entusiasmado. Dice que el mejor de siempre es Messi, del que no se pierde un partido. «Ni Pelé, ni Maradona, ni Cruyff, ni Van Basten, ni Beckenbauer, nadie, nadie, nadie, en mi opinión», dice tajante. Y añade igual de convencido: «El único de los jugadores que yo he conocido, español, es Carlos Lapetra. Yo le llamaba el orfebre del regate», afirma.

«He conocido jugadores muy buenos, pero de una categoría humana como él, ninguno. He conocido jugadores malos profesionales, de vida airada. Jugadores geniales y además buenas personas, la mayoría. De los balarrasas no contaré nada porque tengo anécdotas jugosísimas. No lo sabía por ellos, pero después venían sus mujeres a mí a contarme las fechorías que recibían de ellos», indica.

«Jugaba el Zaragoza en Barcelona, 4-1 o 4-2 ganamos. Hubo un momento que se fue la luz, en el segundo tiempo. Cuando volvió se reanudó el partido. Ya iba ganando el Zaragoza. Al día siguiente la prensa decía, es igual, con luz o sin luz hubiera ganado el Zaragoza porque en el momento que vimos al aire la rubia cabellera del extremo izquierdo, no jugaba un futbolista ni jugaba un equipo, jugaba una sinfonía y el director era Carlos Lapetra», rememora. También recuerda lo que decía la prensa inglesa cuando España se quedó fuera en el Mundial de Inglaterra: «Para representar a España debería haber venido el Real Zaragoza».

Era uno más de tal forma que a veces se subía en el autobús con ellos. «Juliancho era el chófer del Zaragoza, la mejor persona que te puedas imaginar, porque aguantar a los jugadores… ‘pero Juliancho, que no vamos a llegar, pero corre’. Y entonces los desplazamientos eran larguísimos. Recuerdo uno a Gijón, salir un viernes y llegar a Zaragoza el martes». Cuando viajaba daba una misa «siempre de asistencia voluntaria» y dice que nunca preguntaba por la fe de cada cual. «No lo sé, ni me he preocupado de si tenían otro credo. Creo que sí, pero puedo decir que tenían libertad. Nunca obligué a nadie. Nunca recé un padrenuestro en el vestuario. Nunca me hubiera preocupado de eso, cada uno que sea lo que le dé la gana. Sobre todo libertad. La persona es lo más importante», dice sin dudar este testigo de excepción.