Treinta años después, sigue doliendo. «Me jode recordarlo», dice Pepe Arcega, «fue un auténtico robo». «Fue muy desagradable, no se tenía que haber jugado», apunta el presidente Rubio. La final de la Recopa de 1991 entre el CAI Zaragoza y el PAOK es todavía una herida abierta en el deporte aragonés. La falta de efectivos de seguridad y el comportamiento salvaje de los aficionados griegos convirtieron el patinódromo de Ginebra en un infierno. El partido tuvo que interrumpirse a 14 minutos del final y los jugadores resguardarse en los vestuarios ante la lluvia de monedas, llaves y tornillos desde la grada. Obligados a volver bajo amenaza de expulsión de la FIBA, el partido, el arbitraje, ya había cambiado y el CAI no pudo contra los elementos (72-76).

El CAI Zaragoza disputó la Recopa 1990-91 como campeón de la Copa de 1990 en Las Palmas, la de los 44 puntos de Mark Davis. Al anotador de Virginia se unió la leyenda del primer título, Kevin Magee, para buscar la gloria europea y consolidar al club como un grande. «Entonces solo el campeón de Liga jugaba la Copa de Europa, el de Copa la Recopa y otro, la Korac. Llegar a la final después de nueve años en competiciones continentales era algo importantísimo para nosotros», rememora José Luis Rubio, el presidente.

Una final europea no es algo habitual, así que fue una fiesta, la expectación fue extraordinaria. «Se desplazaron unas 3.000 personas, se organizó un tren especial a Ginebra, hubo un vuelo chárter, 20 autobuses y los que fueron en su vehículo particular. A nivel político, Zaragoza se quedó vacía», relata Rubio. El equipo viajó un par de días antes y se concentró en un hotel a las afueras de la ciudad.

Nadie quería perderse el evento. «Teníamos que ir a arropar a los hermanicos», señala José Bordejé, entonces concejal de cultura de Ainzón, cuna de los Arcega. «Organicé un autobús y se llenó con el alcalde, Enrique González, a la cabeza. Eran un montón de horas pero estábamos convencidos de ganar. Llevábamos una caja de cava de la bodega y todo», señala.

En los días previos reinó la calma en la pulcra y puntual Ginebra, pero el día 26 todo cambió. «En la estación ya hubo los primeros problemas. Viajaron 1.000 o 2.000 griegos sin entrada que querían entrar por las buenas o por las malas», indica Rubio. «Llegamos directamente al pabellón y, nada más llegar, teníamos un grupo de griegos amenazando en la puerta del autobús», corrobora Bordejé. Hubo robos de entradas a punta de navaja a los aficionados aragoneses.

«En la entrada nuestros aficionados estaban en fila india, siendo cacheados, les quitaban monedas, llaves, todo lo que pudiera lanzarse. Pero los griegos empujaron y agredieron a los porteros y entraron en tropel. Ocuparon hasta el palco, que las autoridades tuvieron que sentarse en la grada. Para nuestra afición quedó solo un fondo y allí se tuvo que quedar todo el mundo», relata Rubio.

Primeros problemas

Los jugadores estaban aislados en su hotel, sin móviles, sin apenas noticias del exterior. «Del robo de entradas y todo eso nos enteramos después. Mi mujer estaba allí, embarazada, y la preocupación hubiera sido mucho mayor», dice Fernando Arcega. Pero cuando llegaron al pabellón aquello ya no era normal. «Solo había 20 policías y los griegos entraron en avalancha. Fue una vergüenza, no se tenía que haber jugado», recuerda Luis Melendo, el delegado del equipo.

«Llegamos a la pista y ya nos asustamos. Estaba todo lleno de griegos. Había un español con la bandera y se fueron a por él», rememora Pepe Arcega. «Nos llamó la atención que había muchos aragoneses y un número desorbitado de griegos. Al salir a la pista solo se oía el bullicio de los griegos, que habían tomado hasta el palco. Algo no funcionaba. La Policía no tuvo en cuenta la magnitud del partido», añade su hermano.

El CAI Zaragoza ya se había medido al PAOK en Salónica. Eran partidos de máxima tensión, pero allí sus seguidores estaban controlados. «Venía un autobús lleno de policía a buscar al equipo al hotel, lo escoltaba hasta el pabellón y entraban a la pista rodeados de policías», explica Rubio. «En la pista había un montón de asientos en un rincón y pregunté qué había pasado. Me explicaron que durante los partidos los arrancaban y los lanzaban, y luego los iban acumulando allí», explica Melendo.

El partido empezó en esas condiciones, con el miedo en la grada, con el temor de que algo peor puede suceder. Entraron más espectadores de los permitidos y no se veían ni las escaleras. El CAI dominó la primera parte y Fasoulas, la gran estrella, se fue cargando de personales, tres al descanso. A falta de 14 minutos, con empate a 41 en el marcador, los árbitros le señalaron la quinta. Acto seguido pitaron la cuarta de Papachronis y entonces, se desató la locura.

«Tiraron objetos, una lluvia de llaves, tuercas, allí se recogió de todo», empieza Rubio. Los jugadores corrieron hacia el vestuario protegiéndose con las chaquetillas del chándal, alguno incluso con una silla en la cabeza. «El suelo era una alfombra de monedas. Tiraban dracmas, que tenían un buen diámetro. Me cayó un escupitajo en el pecho al entrar al túnel», sigue Melendo.

Comenzó entonces la negociación, que acabó en imposición. «Me llamó Boris Stankovic, presidente de la FIBA, y me dijo, hay que jugar. Le contesté que no porque no se podía garantizar la seguridad de la afición. Me amenazó, si no jugábamos nos expulsarían de la FIBA cinco o diez años, ya no me acuerdo cuánto dijo», rememora el presidente. «Rubio le dijo que no salíamos y nos obligó porque nos amenazó con que nos atuviésemos a las consecuencias», corrobora Melendo.

La negociación

En el vestuario había tensión. «Nos obligaron a salir. Algunos no querían», dice Fernando Arcega. «Hubo jugadores que no queríamos salir a jugar. Se comentó la posibilidad pero Stankovic nos amenazó», añade Pepe. «Hablé con Manel Comas y me dijo, vamos a salir y vamos a ganar el partido», recuerda Rubio.

En la grada, temor e incertidumbre. «No había nada de seguridad en la grada. No tuve un miedo físico por mí, pero sí que estabas pendiente porque habíamos llevado a mucha gente», explica Bordejé. Fasoulas, la estrella griega, cogió un micrófono para pedir calma a los suyos, «pero aún los alentó más», indica el presidente.

El partido se reanudó y el CAI consiguió una renta de ocho puntos. «Pero señalaron la quinta falta de Davis y un error en un pase de campo y en una bandeja más el arbitraje que no pudo aguantar la presión, se acabó dando la vuelta al partido», explica Rubio. «Los incidentes influyeron en el encuentro. Todo el mundo estaba desbordado», dice Melendo.

«Nos perjudicó porque el PAOK estaba acostumbrado y nosotros ya no estuvimos tan finos. Perdimos una oportunidad única», lamenta Fernando. «Pensábamos en ganar pero sobre todo en que acabara todo aquello. Podía haber pasado algo gordo. El arbitraje ya no fue el mismo y nosotros, por mucho que intentamos abstraernos, era imposible», argumenta Pepe. «En un ambiente normal hubiera ganado el CAI», asegura Bordejé.

A la salida no hubo más incidentes pero no acabaron los problemas. «Fue desagradable porque el que había recogido las llaves ya no estaba y la gente no sabía cómo iba a entrar en casa a la vuelta". El equipo volvió al día siguiente en avión y fue recibido por decenas de aficionados en el aeropuerto. Con el tiempo, los protagonistas valoran el haber disputado una final pero lamentan el desenlace.

El club envió una carta de protesta a la FIBA pero nadie se disculpó siquiera por lo sucedido. «Nada, pasaron página», recuerda Rubio, que lamenta «que ninguno de los muchos políticos que había ahí, el presidente de Aragón, el alcalde de Zaragoza, el presidente de la FEB, bajara a apoyar al club y a pedir garantías de seguridad», afirma el presidente. La gente nos decía después, menos mal que perdimos porque si no no salimos vivos de allí», indica Fernando. «Hubiera cambiado el club, y a lo mejor no desaparece el equipo de élite y a lo mejor no me hubiese tenido que ir a otro equipo», lamenta Pepe. 30 años después, la final de la vergüenza sigue doliendo.