El refugio de Lizara se encuentra en pleno invierno. Situado por encima de Aragüés del Puerto, a 1.540 metros de altitud y a la sombra del Bisaurín, es una de las épocas preferidas para Charo Cantarero, una de las guardas del refugio de la Jacetania junto a Jorge Ballabriga. La nieve inunda el entorno en pleno mes de enero. «En invierno algún día se puede hacer más pesado, pero yo estoy bien. Cambias de chip y es mi momento de disfrutar de esto». Cantarero está un mes seguido en el refugio. «Me acompaña Aitz, mi perro. Es una casa muy grande que necesita arreglos y no me voy excesivamente lejos porque no puedes dejar el edificio solo. Voy al Mazapal o al Foratón, que tiene una esquiada muy maja. Veo cómo está la nieve, si ha caído algún alud, si hay placas...», afirma la guarda.

Escasas son las mujeres que se dedican a guardar un refugio. En Aragón también hay otra, Mariam en la Casa de Piedra de Panticosa. «Nos educan para estar con la familia. Además, aquí se ha dado el caso que las mujeres no se quieren quedar solas. Algunas me dicen si no me da miedo estar sola y lo que tendría que darme miedo es estar con gente», explica.

Hay que ser de una pasta muy especial para ser guarda de un refugio de alta montaña. «Lo primero es que tiene que gustarte el medio y este trabajo te permite vivir en una cosa que te gusta. La mayoría de nosotros apostamos por calidad de vida, pero no tendremos segundas residencias, ni grandes casas ni coches», reconoce la guarda.

Cantarero es una montañesa de adopción. Nació en Denia, al borde del mar, en las faldas del Montgó, un monte totem de 796 metros. Tiene 49 años. «Me lo conozco como la palma de la mano y la venada de la montaña la tengo de por vida. Empecé a hacer carreras por montaña y escapadas al valle de Benasque». Los refugios de montaña siempre le habían llamado la atención. Fue por ello que mandó una solicitud a Góriz, donde necesitaban una cocinera. «Me dijeron que sí enseguida. Estuve con ellos cinco años trabajando y para mí fue una pasada la experiencia. He tenido suerte de dar con la gente que he dado», indica.

Aún recuerda el día que llegó a Góriz. «Eran las once de la noche y ese fue el primer día. Iba con una mochila que me quería morir y vino Iván Urbieta, uno de los guardas, a ayudarnos a las clavijas de Soaso». La labor de Cantarero era de gran responsabilidad. «Tienes que dar de comer a 200 personas y la gente tiene que acabar contenta». Pero sacaba tiempo de donde fuera. «Me levantaba pronto y me escapaba hasta el mediodía. Me iba sola a dar la vuelta al Tobacor, la Sierra Custodia o la Torre de Góriz», recuerda.

Después empezó su trabajo en Lizara, donde ya lleva once años. «Aquí llega una carretera, pero no tenemos luz, teléfono satélite, placas solares, agua de manantial y teléfono móvil. Aquí la gente se te mosquea porque no tiene wifi. En Góriz hay un filtro y al que llega todo le parece bien. A veces pienso que ojalá no llegara ninguna carretera a Lizara», se sincera.

Cantarero trabaja para la Federación Aragonesa, el edificio es de la Mancomunidad de los Valles, tiene contrato por las dos entidades y es gerente de Lizara junto a Ballabriga. No es fácil la vida en este lugar del Pirineo, sobre todo por el olvido de las instituciones. «Nos gustaría tener más apoyo de la comarca. Queremos hacer cosas como poner contenedores en el párking para no bajar residuos al pueblo. Tuvimos un alud que cortó la carretera dos semanas y no funcionaba la máquina para limpiarla. Te sientes pequeño y con mucha impotencia porque no te hacen ni caso. A veces da la impresión de que no existo». Pero al final se queda con las cosas positivas. «Aunque esté mi familia en Denia, no tengo mono de volver a casa», finaliza.