El Real Zaragoza de Agapito Iglesias ha creado un dogma perverso. Ha conseguido hacer peores a todos los entrenadores y a todos los jugadores que han ido viniendo y marchando sin solución de continuidad. A los buenos transformándolos en regulares, a los regulares en malos y a los malos en pésimos. Esa tendencia malévola se ha acentuado de forma progresiva conforme han ido pasando las temporadas, se han acumulado deudas sobre deudas, se ha multiplicado la crispación social ante la colección de disparates de la propiedad y, todo ello, se ha apoderado del terreno deportivo, donde los problemas no han sido menos que en el resto de áreas de la SAD.

Así hasta llegar al punto en el que estamos, con el Real Zaragoza undécimo en Segunda en pleno mes de marzo y los clavos ardiendo prácticamente agotados. Más allá de la percepción de Herrera y de muchos de sus hombres a la conclusión de los partidos, en los que suelen ver mejorías de juego de más largo alcance que el resto, de los grandes problemas en el fútbol te sacan los grandes futbolistas.

De entre lo que hay, y que tenga potencial por desarrollar, queda poco a lo que encomendarse. Quizá ya solo a Barkero, a priori el mejor jugador por calidad y talento junto a Leo Franco. Su rendimiento hasta hoy, lesiones al margen, ha sido pobre, muy lejos de las expectativas, cómodamente escondido en medio de la mediocridad colectiva. Su zurda tiene categoría para llevar al equipo un escalón por encima de donde está. Ahora que regresa, Barkero tiene dos caminos. Hacer como hasta ahora: casi nada. O revolverse contra sí mismo, abandonar esa insoportable vulgaridad y demostrar que es quien pensábamos y no quien ahora parece.