Fueron solo 300 metros, una rampa horrible del 16%, más propia de la Vuelta que del Tour. Fueron solo 300 metros pero suficientes para que Chris Froome perdiera la careta de candidato único, de ciclista intratable, del corredor que pedalea con la apariencia de llevar días con la carrera sentenciada. Y, sobre todo, para dejar la evidencia de que el ciclista fuerte de su equipo -quién sabe si del Tour- no es él, sino un chaval vasco, alavés, de 27 años y que se llama Mikel Landa. Algo más que una ilusión para el futuro.

Hay Tour. Los franceses están felices porque creen en Romain Bardet, vencedor en la cima de Peyragudes (la que acogió la gran etapa de los Pirineos) y los italianos rebosan entusiasmo. Fabio Aru es el nuevo jersey amarillo. Landa es un gregario y seguramente no llevará galones hasta el año que viene cuando correrá en el Movistar, inicialmente como líder en el Giro, pero lo que haga en este Tour, en los Alpes, puede precipitar su papel en la escuadra telefónica, con un Nairo Quintana que corre sin la frescura del pasado.

¡Que el Sky no tenga que parar a Landa para que Froome gane el Tour! Al tiempo. Y una imagen que lo dijo todo y que se produjo en la trastienda de Peyragudes, en la puerta del autobús del equipo. Nicolás Portal, el técnico de la escuadra británica, riñó a Landa, entendiendo que su obligación era esperar a Froome. Landa encogió los hombros y, aunque no se escuchó la conversación entre director y corredor, todo hizo pensar que el alavés le dijo a Portal lo mismo que declaró a la prensa nada más cruzar la línea de meta: «En un esprint de 200 metros, cuando se está disputando la etapa, no se me ocurrió mirar hacia atrás».

Evidentemente, lo de Froome, que cedió 22 segundos a Bardet y 17 a su compañero Landa -algo no funciona como debería cuando el gregario cruza primero la meta- , no fue un drama. Está segundo de la clasificación, a solo 6 segundos del jersey amarillo, con una etapa pirenaica incierta y todos los Alpes por delante. Pero hasta ahora nunca había perdido el jersey amarillo después de amarrarlo. Siempre había respondido a la perfección.