El Real Zaragoza ha sido un animal salvaje en esta segunda vuelta. Una bestia en La Romareda, donde ha dejado en los huesos a todos los que se han puesto por delante con excepción del Sevilla Atlético en una tarde tonta, de siesta con pijama y orinal. El resto los ha resuelto con victorias apuradas en el marcador pero solventes en el campo, sin diferenciar si el enemigo era elefante u hormiga. Ajeno a todos los complejos que casi le condujeron al matadero en Navidad, ha protagonizado un capítulo espectacular desde enero, una reacción mayúscula que le ha lanzado directamente a la lucha por el playoff de ascenso como cuarto e incluso tercer clasificado, plaza que podría adjudicarse en la última jornada si vence al descendido Barcelona B y pierde el Sporting en su visita al casi salvado Córdoba.

La trayectoria del despegue viene marcada sin duda por la mejoría colectiva de una plantilla que ha ido ganando credibilidad con los resultados y con un estilo que se hizo más reconocible cuando hubo que imprimir acento aragonés al equipo. El Real Zaragoza le debe gran parte de este éxito a Lasure, Guti, Pombo, Delmás y, cómo no, a Zapater, el capitán. La pasión y el sentido de pertenencia aproximaron definitivamente a la grada, siempre fiel pero de crecida en cuanto vio que los chicos de la cantera se elevaban por encima de la clase media. Muy por encima en muchos casos. En ese momento se produjo un punto de inflexión que ha finalizado con la Primera División a la vuelta de dos eliminatorias que no serán sencillas. Nada lo ha sido en este curso de rendimiento reversible, por eso acudirá a ellas absuelto de pecados y con la cabeza bien alta.

Su juego no ha llegado a enamorar, pero su fútbol ha ido madurando para salir de atascos y situaciones comprometidas. Suficiente mientras unos y otros se iban desmayando por el camino. En ocasiones también para generar espectáculo con intermitencias. Contra el Valladolid hizo un encuentro muy suyo, de última generación, bordando acciones de alta costura como la asistencia de Pombo a Borja Iglesias en el primer gol y regalando generosidad absoluta en los esfuerzos antes y después de la expulsión de Eguaras. En ese instante afloraron todas las virtudes que ha sumado por la senda del sufrimiento, por encima de todo la resta de defectos defensivos hasta la mínima expresión posible.

La afición creando una atmósfera limpia de críticas y solidaria con el equipo en los momentos de zozobra, cuando el futuro era de un pálido cadavérico; la eclosión de los cinco zaragozanos y su contagiosa ilusión; el manejo más equilibrado y sereno de los partidos Natxo González... Esas razones ocupan lugares de privilegio para el explicar el porqué o los porqués de una resurrección redactada en versículos evangélicos. Sin embargo, hay un par de tipos sin los que esta catarsis hubiera sido imposible. Seamos sinceros y justos. No corresponde otorgarles un porcentaje de la conquista, pero el Real Zaragoza habría alcanzado el campo base como mucho sin su oxígeno.

Cristian Álvarez y Borja Iglesias siempre han estado ahí. De principio a fin. Se les ha reconocido su labor aglutinadora y decisiva, su influencia determinante. En la cita contra el Valladolid no hicieron otra cosa que confirmar su grandeza, su impagable aportación. El portero detuvo un par de balones imposibles y el delantero convirtió su primer triplete. El argentino agarró el liderazgo y no lo ha soltado hasta dejar al equipo en la cumbre, transmitiendo una tranquilidad clave en este perfil de grupo aún verde que necesita referencia paternal. Lo del goleador... Tuvo que escuchar que solo marcaba de penalti. 22 tantos le contemplan recién aterrizado de Segunda B. Ha hecho de su cuerpo una mole perfectamente sincronizada este bailarín de acero que ha desquiciado por igual a santos y canallas. Cristian y Borja, dos colosos en llamas que han mantenido vivo el fuego de la fe. Con ellos al frente se presentará el Real Zaragoza rugiendo en la promoción de ascenso para pánico de quien visite el Municipal.