Siete meses después de que arrancara la temporada, La Fundación, por fin, ha encontrado su proyecto, que es muy suyo. Ahora sólo falta que lo digiera, que lo acepte con humildad como propio, que redacte un urgente libro de ruta que nunca ha tenido en realidad. El Real Zaragoza debe prepararse para luchar por la permanencia, una empresa a años luz de lo que se preveía y de lo que imaginaba la afición, pero fielmente ajustada a un trayecto trufado de errores superlativos, de egos mayúsculos y de una inexperiencia sublime para asaltar el éxito deportivo por encima de murallas económicas. Que es posible como han demostrado otros clubes con tesorerías humildes pero profesionales adecuados en cada una de sus estancias. Para que los patronos se reconozcan en ese escenario, primero han de hacerse visibles ante la hinchada, abandonar ese búnker donde comparten mesa con no pocos colaboradores del optimismo más perverso y aceptar la proximidad del peligro. Si deciden dar carta de naturalidad a esta grave situación y continuar conspirando entre bastidores, silenciándose públicamente, demostrarán que no pintan un pimiento o que el Real Zaragoza les importa un comino. O ambas cosas.

Se puede entender una mala elección y se acepta que el infortunio rompa alianzas con el destino diseñado. Pero el problema aglutina fallos suficientes para calificarlo de soberana y reincidente incompetencia. Las equivocaciones se han sucedido en las elecciones de director deportivo, secretario técnico, entrenadores, jugadores... En verano y en invierno, siempre con el gatillo preparado para disparar sobre ellos como exclusivos responsables de las crisis. Ninguno es inocente, en absoluto, pero La Fundación no aparece en el mínimo reparto de culpabilidad, como si hubiera sido ungida por el aceite divino de haber acudido al socorro de la entidad cuando la amenaza de su desaparación parecía inevitable. Los patronos se han encargado de recordarlo o de que lo hagan sus mensajeros, y la hinchada siempre se ha mostrado agradecida a ese gesto cuyo altruismo nunca abandonará el altar de la sana sospecha. Si es cierto que salvaron al Real Zaragoza, ahora tiene la oportunidad de evitar su exterminio. O de consumarlo en caso de insistir en el inmovilismo.

Queda un largo recorrido en la competición y la zona de descenso está aún a una distancia asumible, luego hay margen para cerrar el curso sin agobios. La tendencia descendente no es producto de los resultados, caprichosos en ocasiones, sino de la puntual regularidad de un equipo que desarrolla uno de los peores juegos de la categoría. Ahora mismo es vulnerable frente a cualquier rival, y es ese aspecto el que acentúa la preocupación, la alarma. Raúl Agné ha entrado en estado de figuración, si no ciencia ficción, y los muchachos corretean por el campo con un planteamiento gobernado por el sufrimiento. El estado de ansiedad supera las limitaciones de un grupo desorientado, turbado y divorciado con la pelota. Nada es casual y nada está desligado en el escalonamiento del club.

La Fundación tiene la última palabra. La primera. El reconocimiento de que conservar la categoría es el objetivo sería un buen paso, imprescindible. Después habría que articular ese proyecto con el entrenador y los jugadores para que redirijan sus trabajo cotidiano, sus esfuerzos y sus ilusiones hacia una meta digna aunque sea sobre cristales rotos. El Real Zaragoza cuenta con un aliado eterno, comprensivo, incombustible y maduro, una afición cualificada desde hace tiempo para asumir la verdad que vive, no las mentiras que se le cuentan y que se desmontan en cada jornada por todos los campos. Reincidir en que alcanzar los playoff de ascenso es factible subrayaría las frustraciones colectivas y es más que probable que condujera a la catástrofe que empieza a tener rostro reconocible. Por eso, el empate en Alcorcón no es tan malo siempre que se enmarque dentro de un nueva era. Duele y mucho el giro de intenciones, pero perdido el tren que nunca se tomó, es la hora de que la inteligencia evite un descarrilamiento histórico. No tiene cabida la vergüenza en quien defiende su honor, sólo desvalido frente a la lanza de la soberbia estúpida.