No termina la gente de acostumbrarse a esto de que su equipo sea peor que un grupo de niños de peculiares nombres y variopinto aspecto. No es por nada, cuestión de costumbre, de abolengo, de solera. Los chiquillos, todo sea dicho, juegan al fútbol como los ángeles, siempre con el balón como aliado y una pausa impropia de su edad. Ni por un solo momento pierden la compostura. Van meciendo el fútbol despacito, a un lado, al otro, adelante, atrás... esperando que el rival cometa un error. Cuando ven un espacio muerto, zas, aceleran. Todo pasa a ser vertiginoso, mucho más si el que lanza la ofensiva es el tal Adama Traoré, al que acusaron durante años de ser más un velocista que un jugador de fútbol. Ahora lo es. Las dos cosas es. Que se lo pregunten a Diego Rico, que lleva una cruz, el estigma que le dejó aquella tarde de la pasada campaña en La Romareda, cuando fue el rival quien se marchó entre vítores zaragocistas.

El hincha de bien, consciente de la historia y el prestigio de la camiseta del Real Zaragoza, no se suele permitir pensar que su equipo va a ser vapuleado por unos imberbes de la cantera azulgrana, pese a que no sea la primera vez que pasa. Hasta hace cuatro días, por decirlo así, el escudo del león no solo competía codo con codo con sus mayores. Más de una vez, y de dos y de tres, les ganaba, títulos incluidos. Claro que esa es una historia que todos ya saben cuándo cambió.

El Real Zaragoza, el grande, y el Barcelona, el chico, llevan vidas opuestas desde hace años. En algún punto del camino se cruzarían sin verse, en ese giro infernal de las cosas que un día ocurrió en la ciudad, que convirtió al conjunto aragonés en uno más, entregado a sus miserias. Es sencillo, será mejor deglutir la situación cuanto antes. En el terreno de juego es un bloque simplón que, si bien puede ganar a cualquiera en esta Segunda División, algo que está por ver, también está muy lejos de mostrarse como un equipo superior.

Pendientes de lo que sea capaz de edificar Víctor Muñoz cuando los recién llegados alcancen unas condiciones físicas y de acoplamiento aceptables, lo que ya se puede saber es que su equipo no está para dar lecciones, mucho menos de baile. Hay futbolistas lejos de su mejor forma, por un lado. Otros aún parecen marcianos. La Romareda, visto está, dio alas a más de uno la tarde que recibió al Osasuna, en la que bien quedó la impresión de que todo sería otra cosa. Para apuntar y no olvidar la importancia del efecto Romareda.

El tiempo llegará para curar todas esas imperfecciones propias de esos absurdos mercados de verano, aunque tras los marcadores de ayer ya se pueden sacar algunas conclusiones de la Segunda que se viene. Solo hay que mirar a algunos gallitos: el Betis se llevó cuatro en Ponferrada, lo que es aún peor, y al Osasuna lo aplastó el Alavés en El Sadar. Al cabo, lo de la euforia, la ilusión y tal está bien, pero el proyecto para acabar definitivamente con el asqueroso Zaragoza que dejó Agapito solo se construirá alrededor del fútbol.