Cani dispuso ayer de una nueva oportunidad para descorchar, en uno de los escenarios principales de la Liga, el talento que lleva dentro, esa cascada de calidad que le convirtió en justo protagonista y artífice del ascenso. El Niño, al cierre de la primera vuelta, no ha logrado estar, sin embargo, a la altura de su genialidad, atrapado primero en la desgracia física de sus achaques intestinales y después en esa especie de abulia que conduce a los creativos a largos periodos de melancolía. Desde luego está muy lejos de la responsabilidad que corresponde a un futbolista de su naturaleza. Es cierto que la banda encorseta sus posibilidades, pero también ha sido alineado en la mediapunta, por donde mejor se desenvuelve, sin aportar grandes cosas. Y en una ocasión, en La Romareda, la hinchada le pitó en el duro aprendizaje que está afrontando.

Ayer, en el Camp Nou, preocupó su desinterés por el encuentro. Amarrado a la línea de cal, Reiziger le borró de un plumazo. No se ofreció, ni desbordó, ni inventó nada que no hubiera inventado un jugador del montón. ¿Qué ocurre con Cani?, se pegunta la afición, quien, pese a su vena crítica, no pierde la paciencia por reencontrar de una vez por todas la magia del chaval en plena efervescencia. Puede que le falte aclimatación o puede que no haya comprendido todavía que su jerarquía en el equipo debe alcanzar mayor altura, sobre todo en este equipo tan escaso de soluciones que no sean las musculosas.

Las urgencias del Zaragoza, obligado a luchar por la salvación, no le benefician, como tampoco eran favorables las circunstancias en las que apareció el año anterior, cuando el equipo se había quedado estancado en Segunda y tiró de él con toda la fuerza de su imaginación y de goles maravillosos. Fue un jugador grande y no se entiende bien por qué no lo es ahora. El frenazo en seco despierta lógicas dudas, aunque da la impresión de que es el propio Cani quien mayor número de sospechas tiene sobre sí mismo.

Cadena perpetua

Muchas grandes promesas cumplieron cadena perpetua tras los barrotes de esa cárcel que es el miedo a triunfar, a mirarse al espejo y reconocerse como alguien con un don especial para cambiar el rumbo de los acontecimientos o de lo rutinario con un golpe de clarividencia no exenta de la obligada constancia. Cani, cuya personalidad no se ha visto jamás alterada por los halagos superlativos en los buenos tiempos, está en ese estado de peligrosa contemplación. De él y sólo de él depende romper el cristal y dar el salto definitivo hacia el catálogo de las figuras o quedarse con la calificación de buen jugador. Lo que debe comprender es que nadie le puede ayudar en ese trayecto donde el mejor compañero de viaje es el carácter. Pronto dejará de ser El Niño en un mundo que devora la ternura y entroniza la gruesa corteza de los dioses.