Acababa de terminar la final de Copa del Rey que la Real Sociedad le ganó al Athletic de Bilbao en Sevilla. El entrenador campeón, Imanol Alguacil, exjugador del conjunto donostiarra, exentrenador del Sanse y de corazón txuri-urdin, se presentó en la sala de prensa a cumplir con el protocolo. El resto lo habrán visto. Se quitó la chaqueta, se puso una camiseta de la Real y, como un forofo más, empezó a entonar cánticos a grito pelado, rompiéndose la voz y disparando la rabia y los hercios.

El lunes pasado, cerca de las once de la noche, Ais Reig pitó el final del encuentro entre el Fuenlabrada y el Real Zaragoza y Alberto Zapater se giró sobre sí mismo y, desde el centro del campo, se pegó la última carrera del día en dirección al lugar en el que se encontraba Cristian, compañero de fatigas, y facilitador indirecto de la victoria con su parada en el penalti lanzado por Salvador. El capitán de la tropa aragonesa, con la camiseta puesta también, se abrazó al portero, lo medio zarandeó hasta sacarle una sonrisa tímida, cerró los puños y lanzó al aire de Madrid el mismo grito de desahogo que Alguacil.

Ejemplos ambos de una manera de entender el fútbol añeja, en la que se fusionan el profesionalismo con el sentimiento, la pasión a flor de piel, el sufrimiento en su estado más puro y la alegría más sana y verdadera. Una manera de entender el fútbol limpia, natural, que bombea el oxígeno por todo el cuerpo desde el corazón del propio escudo. Una manera de vivir el fútbol que ustedes entenderán porque, seguro, el lunes gritaron con el triunfo con la misma fuerza con la que gritó Zapater.