De repente, una cámara de televisión, caprichosa ella, se detuvo en una mujer. Era el descanso del Portugal-España. Le faltaba el aire a esa desconocida mujer, azorada como estaba, abanicándose de forma presurosa el disgusto. Casi nadie sabía que esa mujer, atrapada en los monitores del circuito cerrado, era la madre de David de Gea, un portero que es un dios en el United (elegido en cuatro de los cinco últimos años como el mejor jugador en Old Trafford) y al que se le ve torturado cuando se viste con la camiseta de España.

Dos almas conviven en un estilizado cuerpo, al que no han parado de temblarle las manos, transmitiendo una sensación inusual de seguridad. Tanto en Villarreal como en Sochi. «No he matado a nadie», dijo todavía en las entrañas del estadio ruso, torturado como anda por aquel balón que se le escapó en el amistoso ante Suiza y desconcertado porque ese disparo, nada envenenado de Cristiano, le condenó. «Para aprender a triunfar primero tienes que aprender a fallar. Seguimos», escribió horas más tarde el guardameta, de 27 años, en su cuenta de Twitter, mientras digería una desastrosa noche que le emparenta, muy a su pesar, con Arconada (Eurocopa 84 en Francia) y Zubizarreta (Mundial 98 también en Francia).

«No se trata de no equivocarse, se trata de no rendirse nunca», le replicó, en la misma red social, Sergio Ramos, el capitán de la selección española. «Si por un fallo vamos a cambiar al jugador que falle...», se preguntaba De Gea, proclamando, pese a todo, que es «un tío feliz». No lo parecía, por mucho que insistiera. «Estoy muy tranquilo», decía, intentando convencerse. «Soy feliz, aunque parezca serio», añadió.

Feliz debe ser por la dimensión que ha adquirido su figura en la Premier, convertido en uno de los mejores porteros, al tiempo que denota su infelicidad cuando juega con la selección, castigado como está por no estar a la altura de un mito. Casillas siempre juega a su lado. Da igual donde esté. Esa portería le pertenece al que fuera el símbolo de la mejor generación de España. Y, de momento, De Gea, aunque no lo diga públicamente, se siente un okupa en ese templo casillista. No la siente suya, pese a que le pertenece desde hace dos años, coincidiendo con el trauma de la Eurocopa del 2016 y el inicio tormentoso del Mundial 2018.

«Eres el mejor y punto», escribió Juan Mata, su compañero y amigo en el United. En Old Trafford lo es. Y sin duda alguna, capaz de sostener la comparación con otro guardameta legendario como era el danés Peter Schmeichel. Parece mentira que convivan dos cuerpos tan diversos bajo un mismo portero. Además, ese rostro inexpresivo con el que suele jugar le permite ocultar todas sus emociones. El viernes, cuando Cristiano Ronaldo disparó sin ninguna fe y echó el cuerpo al suelo, jamás imaginó que se le quebrarían las manos.

Y entonces se quedó solo. Literalmente. Los demás miraron hacia delante, mientras De Gea miraba al cielo aireando su desgracia. Ni un solo grito, ni un mal gesto. Frío como siempre. «David es uno de los nuestros. Somos una familia y a nadie de la familia se le deja tirado», gritó Fernando Hierro, el seleccionador español. Pero no hay manera de que De Gea se sienta querido. «Conmigo la crítica general es mala. Hubo un momento en que no se me defendió».