En el día previo al partido Paco Herrera ni siquiera escondió el temor con el que viajaba a Lugo. Hizo público su miedo a tener que jugar de nuevo sin varias de sus piezas indiscutiblemente titulares (Arzo, Acevedo, Cortés), como ya le sucedió también por las lesiones en la peor fase del Real Zaragoza en la primera vuelta, y aireó su desmesurada desconfianza a lo que se venía encima en febrero después del batacazo contra el Barça B, que no fue casual ni únicamente víctima de un estupendo rival y un mal día propio. Toda esa corriente de pavor, de pánico, todo ese canguelo se trasladó ayer al césped con un planteamiento ultradefensivo, temeroso y muy cobarde, que los jugadores, tan pusilánimes como su técnico a la primera que las cosas vuelven a torcerse, interpretaron con una maestría que rozó la perfección. Fueron los actores secundarios ideales de una obra terrorífica pensada por su entrenador.

El equipo es el fiel reflejo del estado de ánimo de Herrera, al que no rodea un escenario modélico para trabajar, sino muchas veces el contrario, pero al que se le acumulan las equivocaciones. El técnico sigue echando tierra sobre sí mismo con sus fallos. El intolerable cerrojazo de ayer; el empecinamiento patológico en prescindir de Henríquez, incluso contra corriente; la insistencia en no volver a darle la ocasión de ser titular a Víctor, lo haga bien o lo haga mal; situaciones surrealistas como la de Paredes; una excesiva mano izquierda con algunos comportamientos envalentonados y faltos de respeto en el vestuario; demasiado conformismo en la reclamación de refuerzos por si las lesiones volvían a ser caprichosas, y una pobreza de espíritu que acaba por deprimir a una plantilla sin energía y convertida en una fotocopia suya.

Ha tenido que aguantar en silencio lo que casi nadie aguantaría. Lo ha hecho por bondad y para no echar más leña a un fuego que arde en silencio y que puede acabar quemándole. Eso le enaltece. Pero en el césped, Paco, usted se está equivocando.