La verdadera lástima del adiós de Aguado en un homenaje de esplendores sobre la hierba de La Romareda no es que se vaya sin irse del corazón, el de una generación con irremediable acento francés, sino que se queda para no estar en el alma, el club donde forjó a golpe de martillo su leyenda de espada de puño de oro y filo de acero. El decidió que fuera así, que al pasear por la ciudad en un tiempo por venir, el padre, al verlo pasar, apriete la mano del hijo para decirle bien alto: "Mira, ese es Aguado, el futbolista que más partidos jugó con el Real Zaragoza". Con ese detalle de la memoria de la gente que le vio triunfar, con la posibilidad de que germine esa herencia en el recuerdo de la hinchada futura, se conforma el central. Nosotros no. Nosotros, como pronombre universal, le hubiésemos querido --aún más si es posible-- en el seno eterno del equipo, como fuente de sabiduría para todos esos jugadores que están por llegar y que escucharían sus consejos con los ojos despiertos y la boca abierta, como quien contempla a un árbol colosal recitar una poesía sobre la media luna del área. Habría brotado un linaje de buenos defensas, y al amparo de su alargada sombra la historia sería presente para todos que lo vieran trabajar con la cantera.

Es una pena que el fútbol no conserve estos patrimonios, pilares indispensables para edificar proyectos en los que los sentimientos juegan un papel principal en el arraigo. Piru Gaínza, extremo veloz y listo del Athletic de otro siglo más iluminado y brazo zurdo de Zarra, el pichichi por excelencia de la Liga, consumía sin saberlo sus últimos años por las esquinas de Lezama, las instalaciones donde el conjunto bilbaíno esculpe con barro propio las figuras que han de defender el orgullo de la tierra. Lo fue todo en el club vasco, y en ese periodo adoptó la forma de una esfinge de pelo blanco ocre, engominado por el humo de un cigarrillo perenne que atraía a su alrededor a todo tipo de personajes. El ágora se llenaba de curiosos, que iban a observar los entrenamientos y que acaban seducidos por las charlas del viejo león, no sólo magnífico relator de antiguas cacerías, sino astuto y anacrónico cronista de la modernidad. Era habitual que por detrás, atendiendo a sus funciones de técnicos, pasaran sin ser ajenos a sus palabras Iríbar, Garay, Sáez, Clemente, Rojo...

Aguado se marcha esta tarde para siempre del Real Zaragoza (habrá quien diga, seguro, que miento como un bellaco, y no seré yo quien se lo discuta a sus emociones), pero alguien debería detenerle un instante antes de que el estadio truene, sujetarle de la mano y susurrarle: "Mira hijo, resulta complicado entender este club sin ti". Ese personaje, podría ser, sin ir más lejos, José Luis Violeta, un mito, un ilustre y autodidacto compositor de la grandeza que le acompaña sin ruido.

Sería hermoso ver a Xavi con el cabello nevado, las manos surcadas de grietas igual que senderos andados de conocimiento y esos ojos que juegan al escondite cuando sonríe con travesura. Sería bello observarle sentado en la Ciudad Deportiva, contando a los alumnos de la escuela zaragocista, a algún que otro discípulo melancólico y a pasajeros del fútbol en general qué tipo de luz caía en París horas antes de ganar la Recopa, a qué olía Sevilla cuando decidió conducir al Zaragoza a su quinta Copa del Rey, a cuántos delanteros les derribó el cuerpo y el ánimo en mil batallas. Todo eso, mirando de reojo a ese pequeño central que levanta la cabeza, ordena y ruge a sus compañeros, tomando nota en su mirada vidriosa de cada movimiento del cachorro. Y a su lado pasarían sin ser ajenos a sus palabras Cedrún, Belsué, Solana, Cáceres, Aragón, Nayim, Poyet, Higuera, Pardeza y Esnáider, y toda la legión de compañeros que tuvieron la fortuna de navegar con un capitán que hizo de este barco su hogar. Es una lástima que este sueño sólo pueda cumplirse hoy. Al menos nos queda el consuelo de haber acariciado el corazón de un gigante mientras reinó, y de saber que, aunque nos deje con el alma huérfana, su latido será el del Zaragoza.