Los jugadores del Racing ya ni siquiera piden o priorizan el dinero que se les debe para ejercer su profesión. Exigen, eso sí, que dimita la directiva para ganar al menos una batalla, la del orgullo en esta triste marejada que puede conducir un día u otro a la liquidación. Y no hablamos de un cualquiera. Nos referimos a un club que en febrero cumplirá los cien años de su nacimiento, de su primer partido, de un clásico que ha militado 44 temporadas en Primera División y que ocupa el 14º lugar en la clasificación histórica de la Liga.

En este punto, en Segunda B y destruido por la 'modernidad económica' del fútbol con sus SAD, leyes del deporte y leyes concursales, todos jugamos hoy con y por el Racing de Santander. O casi todos los que han estado o están en una situación si no similar sí muy reconocible por angustiosa y dramática. El equipo cántabro es hoy, desgraciadamente, la punta de un iceberg sin nada por debajo de su línea de flotación, fruto de la gestión incompetente de personajes que coinciden en su genética egoísta en toda la geografía de este deporte. Ya sean políticos oportunistas, empresarios sin escrúpulos o multimillonarios de cartón piedra.

Si se repasa quiénes han sido los propietarios de los clubs desde la conversión de los clubs en sociedades anónimas deportivas y la complicidad de los estados centrales, autónomos o regionalistas, se entiende perfectamente la situación del Racing y del fútbol español en general. Esos matrimonios de conveniencias en la búsqueda de grandes dotes futuras se ha traducido en un divorcio cuyo único y gran perjudicado global es el aficionado, figura sobre la que se construyó una ilusión y que ha sido desposeída y desahuciada progresivamente de su valor decisorio.

El Sardinero y su gente, con su aroma a Cantábrico y a tardes de apasionada propuesta montañesa contra los rivales, se apaga. Su faro se queda sin luz, encallados sus jugadores en su derecho a la defensa de la dignidad, a la solicitud de que la directiva se vaya mar adentro y no vuelva jamás. Como deberían hacer la mayoría de los dueños del fútbol español, capitanes que no abandonan el barco porque nunca han estado en él salvo para saquearlo.