Se fue hace mucho tiempo sin dejar nada escrito. Ni tampoco hablado. Se fue cuando quiso, por mucho que ahora, una vez desconectara las redes sociales como si rompiera el cordón umbilical con la vida que ya no le pertenece, parezca que se haya marchado de repente. Pues, no. Víctor Valdés Arribas, portero por obligación, y muy a su pesar, jugador que descubrió y hasta gozó del fútbol de la mano de Guardiola hasta convertirse en un jugador exquisito, se marchó hace tantos y tanto meses que no se le encuentra ni en Gavá, donde levantó su miniparaíso, al pie del mar, ni tampoco en Londres, la metrópoli perfecta para caminar anónimamente. Cuando le van a buscar, él nunca está.

Fue hijo natural de Van Gaal, con quien se peleó hasta en dos ocasiones (inicio y fin de su carrera), aunque, en realidad, fue obra del tacto, sosiego y perseverancia de Frank Rijkaard. Aprendió de la tortura que le supuso desde pequeño colocarse como guardián del tesoro ajeno. Primero vigilando la puerta del garaje de su casa de Sant Esteve Sesrovires sometido a los disparos de Ricky, su hermano mayor. Necesitaba éste a alguien para jugar a fútbol y confinó al pequeño Víctor a tan ingrata misión. Ingrata porque se transformó con el paso del tiempo en una verdadera tortura. «¡Qué va! ¡Loco no estoy, je, je...!», confesó a este diario en octubre del 2005 cuando el Barça se asomaba feliz al giro del círculo virtuoso que cambiaría su historia.

«Yo ya sé que puedo dar esa imagen de arrogancia o chulería dentro del campo. Pero no es así. Solo es dentro. Fuera es distinto», contó Valdés, más tímido e introvertido, encerrado en sí mismo de lo que pueda desprender su imagen, que terminó con años de frustraciones en el Camp Nou porque veían desfilar a porteros que caían devorados por el club, por la grandeza del estadio, por el entorno... Todos, menos él. «No soñaba con ser portero. Es más, el fútbol no es la pasión de mi vida», decía hace más de una década. Curiosa paradoja.

EL FÚTBOL COMO OFICIO

Un tipo que detesta su oficio lo enaltece de tal manera que lo cambió para siempre. No se entiende, por ejemplo, a Ter Stegen sin que existiera antes la indiscutible figura de Víctor. Indiscutible para los entrenadores. «Gracias a Louis van Gaal por demostrar tener el valor necesario para apostar por el talento que solo sus ojos saben ver», escribió Valdés en una carta abierta cuando realmente se fue del Barça. Hace ya tres años y medio cuando la crueldad del juego le hizo abandonar su casa en mayo del 2014 sin poder pisar el césped de su casa. «Gracias, Frank Rijkaard. Allí donde estés, te repito, mi vida estará siempre en deuda contigo», continuó en esa misiva, que releída ahora, con el gastado paso del tiempo, se transforma en el testamento deportivo de un portero singular. «Gracias Pep, por haberme abierto la puerta para jugar a un juego que desconocía», añadió después en una infinita muestra de gratitud hacia Guardiola. Con él, finalmente halló el placer en el fútbol.

PARADAS SOBRENATURALES

Indiscutible para los técnicos, pero puesto bajo sospecha por casi todos desde que llegó. Se debatía todo sobre él. Su figura siempre estaba en entredicho y en el centro de la crítica. Desde su aspecto altivo, que era, en realidad, una muralla de autodefensa, hasta que mascaba chicle pasando nota de cada uno de sus errores sin reparar que durante más de una década estaba cambiando, y para siempre, el oficio de portero. De portero del Barcelona, claro.

No, no son sus tres Champions (en las finales de París, Roma y Londres) ni sus paradas sobrenaturales ante Henry, Cristiano Ronaldo, Dogba o compañía... No, no era eso. Ni siquiera que su huella trascendiera por encima de atrapar un balón con su maestría.

A él, digan lo que digan, no lo quisieron de verdad, por mucho que ahora le lluevan elogios sin fin. Llegan tarde. Llegan cuando él ya no está porque no le hicieron sentirse querido cuando realmente lo necesitaba, sin entender que estaba firmando una revolución deportiva que perdurará para siempre. No únicamente por su extraordinaria fiabilidad durante tantos años sino porque logró algo casi irreal. Que el Camp Nou ni perdiera el tiempo mirando hacia atrás.

Estaba Víctor Valdés, casi siempre vestido de negro, a veces de verde, como homenaje a Zubizarreta, ese portero a quien miraba curioso cuando era un niño, y el pueblo culé, especialista en devorar a guardametas consagrados, tenía una sensación de paz y tranquilidad descomunal. A Valdés, en cambio, le ardían las manos, corroído por la responsabilidad de la misión casi divina que tenía a diario. Pero nadie lo percibía, acostumbrado como estaba a sufrir en cada minuto de su vida. No existe, sin embargo, mayor grandeza que transformar una tortura en un arte único. Así se ha ido del fútbol: a su manera. En silencio.