En el fútbol, cuando los resultados no acompañan, la película se puebla de malos. Por lo general, el entrenador acapara casi toda la pantalla, con un primer plano fijo. No se salva ni Dios, literal. El cuerpo técnico, los servicios médicos, el jardinero del césped, los futbolistas, la directiva, los malditos árbitros, la prensa canalla, los futbolistas y hasta la afición, porque mira que es difícil satisfacer a este público tan duro, frío y exigente. Se entra en una espiral diabólica de críticas sinceras e interesadas. Razonadas o espontáneas; cargadas de argumentos o de ira; promocionadas por la nostalgia o por las urgencias. En ese fuego cruzado de desencantos, sin embargo, solo hay un bala que no es de fogueo: la que va dirigida al banquillo. No existe un personaje tan vulnerable en el deporte como el entrenador, expuesto a todos y a sí mismo, héroe y villano bajo una piel reversible durante toda su vida profesional.

Todos están sentenciados al amanecer. El mismo día que son presentados como mesías de algún proyecto es el principio del fin les acompañe o no el éxito durante un tiempo. Da igual que sean dialogantes o introvertidos; atrevidos o conservadores estrategas; habilidosos con la palabra o o peregrinos del monosílabo; de carácter férreo o de espíritu conciliador; experimentados generales o novicios con futuro. En cuanto las previsiones iniciales se tuercen, la representación sigue idénticos parámetros. Entre bastidores, los amigos le abrazan con un puñal en la manga y los enemigos reservan asiento en el tanatorio, y se desata ese protocolo previo a la ejecución en que parte de la plantilla defiende su inocencia y los dirigentes establecen periodos de confianza a corto plazo. Entonces, el tipo, por norma y sujeto a una presión mayúscula, se presenta ante los medios de comunicación montado en Rocinante y explicando partidos gigantes de su equipo después de dolorosas derrotas.

Imanol Idiakez es uno más y, por lo tanto, uno menos. Su inexperiencia en grandes empresas --esta lo es por decreto, no por capital-- ha podido pasarle factura, sin duda, pero quizás habría que bucear un poco más para descubrir que, en el caso de este Real Zaragoza post apocalíptico, el camposanto de entrenadores rebosa de demasiadas lápidas como para excluir de responsabilidades a quienes les contrataron. Paco Herrera, Popovic, Víctor Muñoz, Milla, Carreras, Láinez, Agné, Natxo González, Idiakez y el que venga en seis temporadas en Segunda son demasiados apuestas fallidas como para reducirlo todo a sus figuras, a sus virtudes y a sus fobias. El ombligo está en el centro y nadie lo mira mientras otro entrenador sube al cadalso sin fondo mientras no haya fondos, mientras este club cabalgue por senderos quijotescos, a lomos de Rocinante emperador por la ínsula de Barataria.