A los porteros de fútbol se les supone larga vida. En otra época, leyendas como Yashine, Iríbar, Zoff, Maier o Banks desconocían el Prozac y superaban la crisis de los cuarenta con una parada a bocajarro. Y había recogepelotas en el estadio que les llamaban abuelos no por faltar, sino porque se trataba de sus nietos. Aún hoy en día hay arqueros que se encadenan al poste para que no se los lleve el tiempo o, en algunos casos, la cruel enfermedad. Molina y Burgos superaron al cáncer y regresaron como si les hubieran operado de una uña rota. Son una especie diferente en este reino animal, duros de corteza, vacunados contra el desaliento y siempre dispuestos a romperse la crisma por el equipo aunque, por la naturaleza del juego, sus compañeros les dejen todo el partido solos. No hay casa aseguradora a la que no le tiemble el pulso al extender una póliza a favor de estos personajes de alto riesgo pese a que la estadística diga que son irrompibles, que su cuentakilómetros carece de límite, que su donaire quijotesco no les llevará a cometer más locuras de las previstas. Son ejemplares únicos, especialistas que antes vestían de negro y ahora de rosa para mimetizarse.

Son, ante todo, increíbles. Como César Láinez, quien sabe que ésta puede ser su ultima oportunidad como jugador profesional, su último vuelo transoceánico si aguanta el azote de las tormentas del destino. Las rodillas le han traicionado demasiado, y sostiene su ilusión sobre el pilar de una espectacular capacidad de sufrimiento y un trabajo titánico. En el nuevo año tendrá la sensación de volver a nacer con tan sólo 27 años, una experiencia emocional que se adquiere tras viajar por la mesa de operaciones, por la camilla del fisioterapeuta, por las agotadoras horas de gimnasio para recubrir los daños con una poderosa masa muscular. Además, Láinez estará obligado a rendir desde el primer minuto, porque su contrato finaliza el próximo 30 de junio y la empresa le renovará por lo que produzca, no por sentimentalismos. Es triste que a quienes fueron y son héroes se les trate como a empleados a prueba, pero son las rígidas reglas del capital.

El único portero aragonés que ha ganado trofeos como titular con el Zaragoza está a punto de salir del taller de reparación después de más de cinco meses ajustando su maquinaria. Lucha por sí mismo, por su futuro y para que su hijo recién nacido, Izán, acuda una tarde de domingo a La Romareda para ver volar a su padre, para comprobar que, efectivamente, es tan increíble como le habían contado. Por todo eso se impone el grito: "¡Larga vida a César!".