Ni azul cielo, ni amarillo limón y, ni mucho menos, verde esperanza, el infierno, de toda la vida, ha sido rojo. Rojo pasión. Rojo CAI. Y no hay que irse muy lejos para encontrarlo. Está allí, en un rincón del barrio de San José. 10.500 diablos rojos se colgaron de las gradas para ahogar con su orgullo a un rival aprisionado. La Marea Roja , el latido del CAI, se echó con ganas de juerga a llenar un pabellón (por estar estaba hasta Epi) que se convirtió en una invitación a la pesadilla para todo aquel que se atreva a cruzarse en su camino. Con el factor cancha del lado adecuado, pocos dudarían ya del regreso de los aragoneses a la élite.

La afición de Zaragoza demostró ayer que cuando se la necesita se desmelena. Desde el primer aliento repartió para el Plasencia una lluvia de decibelios insufrible mientras que al CAI lo llevó en su regazo hacia la gloria. Los extremeños se hacían pequeñitos sobre una pista que abrasaba y los del CAI se elevaban como gigantes de ovación en ovación. Una penitencia especial pasaron Guillem Rubio y Dani García, que ayer borró de su diccionario la palabrita bufón.

Jugada de pícaros

Fue una emboscada perfectamente planeada. El club echó un cable. No sólo porque repartió mil aplaudidores , bocinas para hace temblar el pabellón, o porque a cada mate de Walls se decidió que sonara de coletilla la canción de Rocky (gran detalle). Sino porque en una jugada quizá no muy deportiva --en el playoff ganan los listos, no los santos-- se rotó la ubicación de los banquillos para que Dani García y los suyos sintieran pegado al cogote el calor abrasador y el ruido ensordecedor de una afición inmersa ciegamente en una causa por la que daría casi la vida. No hubo insultos, ni aberraciones, sólo ruido, mucho ruido y una pasión loca por ser grandes que terminó bañada por una ola de esperanza. El Plasencia dormió ayer con un pitido agudo en los oídos y con el traje apestando a azufre. Un infierno para llegar al cielo del baloncesto, a la ACB. Qué paradoja.